miércoles, 28 de mayo de 2014

CAPITULO 8



Decir que mi fin de semana fue un asco sería poco decir. Apenas comí, apenas dormí y lo poco que dormí estuvo interrumpido por fantasías de mi jefe desnudo encima,debajo y detrás de mí. Incluso deseé volver al trabajo para tener algo con lo que distraerme.


La mañana del sábado me desperté frustrada y de mal humor, pero no sé cómo conseguí recomponerme y ocuparme de las tareas de la casa y de la compra semanal. 

Pero el domingo por la mañana no tuve tanta suerte. Me desperté sobresaltada, jadeando y temblando, con el cuerpo cubierto de sudor y envuelta en un revoltijo de sábanas de algodón. El sueño que había tenido era tan intenso que me había llevado hasta el orgasmo. El señor Alfonso y yo nos encontrábamos otra vez encima de la mesa de la sala de reuniones, pero esta vez los dos estábamos totalmente desnudos. Él estaba tumbado boca arriba y yo a horcajadas sobre él, mi cuerpo moviéndose sobre el suyo, subiendo y bajando sobre su pene. Él me tocaba por todas partes: la cara, el cuello, encima de los pechos y bajando hasta las caderas, donde me agarraba para guiar mis movimientos. Yo sentí que estaba a punto de correrme cuando nuestras miradas se encontraron. 

—¡Mierda! —gruñí y salí de la cama. Eso iba de mal en peor y muy rápido. 

¿Quién iba a pensar que trabajar con un cabrón irritable iba a acabar en que te follen contra una ventana y además te guste? 

Abrí el grifo de la ducha y mientras esperaba que se calentara el agua, mis pensamientos empezaron a divagar. Quería ver su mirada cuando la levantara desde mi entrepierna, su expresión al ponerse encima de mí, sentir cuánto me deseaba.
Necesitaba oír el sonido de su voz diciendo mi nombre al correrse.


Se me cayó el alma a los pies. Fantasear con él era un billete directo hacia los problemas. Un billete solo de ida.


Estaba a punto de conseguir mi máster. Él era un ejecutivo.


Él no tenía nada que perder y yo podía perderlo todo.

Me duché y me vestí rápido para salir a almorzar con Sara y con Julia. Sara y yo nos veíamos todos los días en el trabajo, pero era más difícil quedar con Julia, mi mejor amiga desde el instituto. Trabajaba en el departamento de ventas de la firma Gucci y siempre estaba llenando mi armario de muestras y restos de stock. Gracias a ella y a su descuento, yo tenía una ropa genial. Seguía siendo cara, pero merecía la pena. Me pagaban bien en Alfonso Media y mi beca cubría todos los gastos de la universidad, pero ni siquiera así podía gastarme mil novecientos dólares en un vestido sin que me dieran ganas de suicidarme.

A veces me preguntaba si Horacio me pagaba tan bien porque sabía que era la única que podía manejar a su hijo. Oh, si él supiera... 

Decidí que era una mala idea contarles a las chicas lo que estaba ocurriendo. Sara trabajaba para Federico Alfonso y veía a Pedro por el edificio muy a menudo. No podía pedirle que guardara un secreto como ese. Julia, por otro lado, me echaría la bronca. 

Durante casi un año me había oído quejarme sobre lo estúpido que era mi jefe y no le iba a hacer gracia saber que me lo estaba tirando. 

Dos horas más tarde estaba sentada con mis dos mejores amigas bebiendo mimosas en el patio de nuestro restaurante favorito, hablando de hombres, ropa y trabajo. Julia me sorprendió trayéndome un vestido que estaba hecho de la tela más suntuosa que había visto en toda mi vida. Estaba metido en una bolsa para trajes que colgaba de una silla que había a mi lado.


—¿Qué tal el trabajo? —preguntó Julia entre dos trozos de melón—. ¿El cerdo de tu jefe sigue haciéndotelo pasar mal, Paula? 

—Oh, el cabrón atractivo... —suspiró Sara y yo me puse a estudiar atentamente las gotas de condensación de mi copa. 


Ella se metió una uva en la boca y habló mientras la masticaba—. Dios, tendrías que verlo, Julia. Es la mejor descripción de él que he oído en mi vida. Es un dios. Y lo digo en serio. No tiene nada de malo, al menos físicamente. Una cara perfecta, el cuerpo, la ropa, el pelo... Oh, Dios, el pelo. Lo lleva así, como en un despeinado artístico increíble —dijo haciendo gestos por encima de su cabeza—. Parece que acabara de follarse a alguien hasta dejarla sin aliento.

Puse los ojos en blanco. No necesitaba que nadie me recordara lo del pelo. 

—Y, no sé lo que te habrá dicho Paula, pero es odioso —siguió Sara poniéndose seria—. Quiero decir, a los quince minutos de conocerlo ya quería reventarle las cuatro ruedas con una navaja. Es el mayor cabrón que he conocido.

Estuve a punto de atragantarme con un trozo de piña. Si Sara supiera... Y además estaba muy bien dotado en cuanto a atributos masculinos. Era injusto.


—¿Y por qué es tan capullo?


—¿Quién sabe? —contestó Sara, y después parpadeó como si estuviera realmente pensando que podía tener una buena excusa—. ¿Tal vez tuvo una infancia difícil?


—Pero ¿conoces a su familia? —le pregunté escéptica—. Su infancia ha tenido que ser idílica.

—Cierto —concedió—. Tal vez es algún tipo de mecanismo de defensa. Quizá está amargado y cree que tiene que trabajar más y reivindicarse ante todo el mundo continuamente porque ser tan guapo... 

Reí entre dientes. 

—No hay ninguna razón profunda. Él cree que a todo el mundo debe importarle tanto su trabajo como a él, pero la mayoría de la gente no comparte su visión. Y eso le molesta.

—¿Le estás defendiendo, Paula? —le preguntó Sara con una sonrisa sorprendida.


—De ninguna manera. 

Noté que los ojos azules de Julia estaban fijos en mí y que los había entornado enuna acusación silenciosa. Me había quejado mucho de mi jefe en los últimos meses, pero tal vez no había mencionado que era guapísimo. 

—Paula, ¿me has estado ocultando algo? ¿Está macizo tu jefe? —me preguntó. 

—Sí que es guapísimo, pero su personalidad hace que sea muy difícil apreciarlo. —Intenté parecer todo lo despreocupada que pude. Julia podía leer casi cualquier cosa que yo pensara. 

—Bueno —dijo encogiéndose de hombros y dándole un largo sorbo a su bebida—tal vez la tiene pequeña y eso es lo que realmente le saca de quicio.


Yo vacié mi copa de un trago mientras mis dos amigas se partían de risa.


CAPITULO 7




Abrí la puerta exterior y entré. La puerta del señor Alfonso estaba cerrada y no llegaba ningún ruido desde el interior. Tal vez estuviera a punto de salir. «Qué más quisiera.» Me senté en mi silla, abrí el cajón, saqué mi neceser y me retoqué el maquillaje antes de volver al trabajo. Lo último que quería era tener que verlo, pero si no tenía intención de dimitir, eso iba a suceder en algún momento. Cuando revisé el calendario recordé que el señor Alfonso tenía una presentación para los demás ejecutivos el lunes. Hice una mueca de asco al darme cuenta de que eso significaba que iba a tener que hablar con él hoy para preparar los materiales. También tenía una convención en San Diego el mes que viene, lo que significa no solo que iba a tener que estar en el mismo hotel que él, sino en el mismo avión, el coche de la empresa y también en todas las reuniones que surgieran. No, seguro que no había nada incómodo en todo eso.

  
Durante la siguiente hora me descubrí mirando cada pocos minutos hacia su puerta. Y cada vez que lo hacía, sentía mariposas en el estómago. ¡Qué estupidez! 

¿Qué me estaba pasando? Cerré el archivo que no estaba consiguiendo leer y dejé caer la cabeza entre las manos justo cuando oí que se abría la puerta. 

El señor Alfonso salió y evitó mirarme. Se había arreglado la ropa, llevaba el abrigo colgado sobre el brazo y un maletín en la mano, pero todavía tenía el pelo totalmente enmarañado.


—Estaré ausente el resto del día —dijo con una calma extraña—. Cancele mis citas y haga los ajustes necesarios.

—Señor Alfonso —dije y él se detuvo ya con la mano en el picaporte—. No olvide que tiene una presentación para el comité ejecutivo el lunes a las diez. —Le estaba hablando a su espalda. Estaba quieto como una estatua con los músculos en tensión —. Si quiere puedo tener las hojas de cálculo, los archivos y los materiales de la presentación preparados en la sala de reuniones a las nueve y media. 

La verdad es que estaba disfrutando de aquello. No había ni una pizca de comodidad en su postura. Asintió brevemente y empezó a salir por la puerta cuando le detuve de nuevo.


—Y, señor Alfonso—añadí con dulzura—, necesito su firma en estos informes de gastos antes de que se vaya. 

Él hundió los hombros y resopló impaciente. Se volvió para acercarse hasta mi mesa y, aún sin mirarme, se inclinó y revisó los formularios con las etiquetas de «Firmar aquí». 

Le tendí un boli. 

—Por favor firme donde están las etiquetas, señor Alfonso. 

Odiaba que le dijeran que hiciera lo que ya estaba a punto de hacer. Yo contuve una risita. Me quitó el boli y levantó lentamente la barbilla, poniendo sus ojos avellana a la altura de los míos. Nos quedamos mirando durante lo que parecieron varios minutos. Ninguno de los dos apartó la mirada. Durante un breve momento sentí una necesidad casi irresistible de inclinarme hacia él, morderle el labio inferior y rogarle que me tocara. 

—No me desvíes las llamadas —casi me escupió a la vez que firmaba apresuradamente el último formulario y tiraba el boli sobre la mesa—. Si hay alguna emergencia, contacta con Federico. 

—Capullo —murmuré entre dientes mientras lo veía desaparecer.

CAPITULO 6



Cómo demonios conseguí bajar esos escalones sin matarme es algo que no sabría explicar. Salí corriendo como si el lugar estuviera en llamas, dejando al señor Alfonso solo en las escaleras con la boca abierta, la ropa desordenada y el pelo revuelto como si alguien lo hubiera asaltado.


Pasé sin pararme por la cafetería de la catorce y llegué a la última puerta del rellano, que crucé de un salto (algo nada fácil con esos zapatos), abrí la puerta metálica y me apoyé contra la pared, jadeando. 


«Pero ¿qué acaba de pasar?» ¿Acabo de follarme a mi jefe en las escaleras? Solté una exclamación y me tapé la boca con las manos. ¿Y le he ordenado que lo haga? «Oh, Dios.» Pero ¿qué demonios me pasa? 


Alucinada me aparté con dificultad de la pared y subí unos cuantos tramos de escaleras hasta el baño más cercano. Comprobé todos los cubículos para asegurarme de que estaban vacíos y después cerré con llave la puerta principal. 


Cuando me acerqué al espejo del baño hice una mueca. Parecía que me hubieran centrifugado y puesto a secar.


Mi pelo era un desastre. Todas mis ondas tan cuidadosamente ordenadas eran ahora una masa de nudos salvajes. Al parecer al señor Alfonso le gustaba que llevara el pelo suelto. Tendría que recordarlo.


«Un momento... ¿Qué?» ¿De dónde había salido eso? No tenía que recordar nada, ni hablar. Golpeé la encimera de los lavabos con el puño y me acerqué más para evaluar los daños. 

Tenía los labios hinchados y el maquillaje corrido. El vestido estaba dado de sí y prácticamente me quedaba colgando; y otra vez me había quedado sin bragas. 

«Hijo-de-puta.» Ya eran las segundas. ¿Qué hacía con ellas? 

—¡Oh, Dios! —exclamé en un ataque de terror. No estarían en alguna parte de la sala de reuniones, ¿verdad? ¿Las habría recogido y tirado? Debería preguntarle para estar segura. Pero no. No le iba a dar la satisfacción de reconocer que esto... esto...


¿Qué era esto?


Sacudí de nuevo la cabeza, frotándome la cara con las manos. Dios, lo había estropeado todo. Cuando llegué esa mañana tenía un plan. Iba a entrar allí, tirarle ese recibo a su atractiva cara y decirle que se lo metiera por donde le cupiera. Pero él estaba tan tremendamente sexy con ese traje color gris antracita y el pelo tan bien peinado hacia arriba, como una señal de neón que pedía a gritos que lo despeinaran,que simplemente había perdido la capacidad de pensar con claridad. Patético. ¿Qué tenía él que hacía que el cerebro se me convirtiera en papilla y me humedeciera así? 

Esto no estaba bien. ¿Cómo iba a poder mirarlo sin imaginármelo desnudo? 

Bueno, vale, no desnudo. Técnicamente no le había visto totalmente desnudo todavía, pero lo que había visto me hacía estremecer. 

«Oh, no. ¿Acabo de decir “todavía”?»

Podría dimitir. Lo pensé durante un minuto, pero no me gustó lo que me hizo sentir. Me encantaba mi trabajo y el señor Alfonso podía ser el mayor capullo del mundo, pero había podido tratar con él durante nueve meses y (si no teníamos en cuenta las últimas veinticuatro horas) me las había apañado para conseguir trabajar con él como no lo había hecho nadie antes. Y por mucho que odiara admitirlo, me encantaba verlo trabajar. Era un capullo tremendamente impaciente, un perfeccionista obsesivo, le ponía a todo el mundo el listón a la misma altura y no aceptaba nada que no fuera lo mejor que pudieras hacer. Pero tenía que admitir que siempre había agradecido que diera por hecho que podía hacerlo mejor, trabajar más,hacer lo que hiciera falta para sacar adelante mi tarea... incluso aunque sus métodos no me encantaran. Realmente era un genio del mundo del marketing; toda su familia lo era.

Y esa era otra. Su familia. Mi padre estaba en Dakota del Norte y, cuando empecé como recepcionista mientras estaba en la universidad,Horacio Alfonso fue muy bueno conmigo. Todos lo habían sido. El hermano de Pedro, Federico, era otro ejecutivo senior y el hombre más amable que había conocido nunca. Me encantaba toda la gente de allí, así que dimitir no era una opción.

El mayor problema eran las prácticas. Necesitaba presentar mi informe sobre la experiencia en la empresa a la junta de la beca JT Miller antes de terminar mi máster, y quería que mi proyecto final fuera brillante. Por eso me había quedado en Alfonso Media Group: Pedro Alfonso me ofreció la cuenta Papadakis (el plan de marketing de una promotora inmobiliaria multimillonaria) que era un proyecto mucho más grande que el de cualquiera de mis compañeros. Cuatro meses no eran suficientes para empezar en otra parte y encontrar algún proyecto interesante con el que poder lucirme... ¿verdad?


No. Definitivamente no podía dejar Alfonso Media. 

Tomada esa decisión, sabía que necesitaba un plan de acción. Tenía que seguir siendo profesional y asegurarme de que entre el señor Alfonso y yo nunca, jamás volviera a pasar nada, aunque «nada» fuera el sexo más caliente y más intenso que había tenido en mi vida, incluso aunque me negara los orgasmos.

Cerdo.

Yo era una mujer fuerte e independiente. Tenía una carrera que construir y había trabajado infinitas horas para llegar a donde estaba. Mi mente y mi cuerpo no se gobernaban por la lujuria. Solo tenía que recordar lo que era: un mujeriego, un arrogante, un cabezota y un gilipollas que daba por hecho que todos los que lo rodeaban eran idiotas. 

Le sonreí a mi reflejo en el espejo y repasé el conjunto de recuerdos recientes que tenía de Pedro Alfonso. 

«Le agradezco que me haya hecho un café cuando fue a hacerse el suyo, señorita Chaves, pero si hubiera querido beberme una taza de barro habría pasado mi taza por la tierra del jardín esta mañana.» 

«Si insiste en golpear el teclado como si le fuera la vida en ello, señorita Chaves, le agradecería que mantuviera cerrada la puerta que comunica nuestros despachos.»

«¿Hay alguna razón para que esté necesitando tantísimo tiempo para llevar los borradores de los contratos al departamento legal? ¿Es que soñar despierta con peones de granja está ocupando todo su tiempo?» 

Vaya, aquello iba a ser más fácil de lo que creía.

Sintiendo mi determinación renovada, me arreglé el vestido, me coloqué el pelo y me dirigí, sin bragas y llena de confianza, a la salida del baño. Cogí el café que había ido a buscar y volví a mi despacho, evitando las escaleras.

CAPITULO 5




 
Estaba revisando una hoja de cálculo cuando oí que llamaban a mi puerta. 


—Adelante —dije.


De repente un sobre blanco cayó de golpe en mi mesa. Levanté la vista y vi a la señorita Chaves mirándome con una ceja enarcada insolentemente. Sin decir ni una palabra se dio la vuelta y salió de mi despacho. 

Miré fijamente el sobre con un ataque de pánico. 

Seguramente era una carta formal detallando mi conducta y expresando su intención de ponerme una demanda por acoso. Esperaba un membrete y su firma al final de la página.


Lo que no me esperaba era el recibo de una tienda de ropa de internet... Y cargado en la tarjeta de crédito de la empresa. Me levanté de la silla de un salto y salí corriendo de mi despacho tras ella. Se dirigía hacia las escaleras. Bien. Estábamos en la planta dieciocho y seguramente nadie aparte de ella y yo iba a utilizar esas escaleras. Podía gritarle todo lo que quisiera y nadie se iba a enterar. 

La puerta se cerró con un ruido metálico y sus tacones resonaron bajando los escalones justo delante de mí.

—Señorita Chaves, ¿dónde demonios cree que va? 

Ella siguió andando sin volverse.

—Es la hora del café, así que en mi calidad de «secretaria», que es lo que soy — dijo entre dientes—, voy a la cafetería de la planta catorce a buscarle uno. Usted no puede pasar sin su dosis de cafeína. 

¿Cómo alguien tan sexy podía ser tan arpía a la vez? La alcancé en el rellano entre dos plantas, la agarré del brazo y la empujé contra la pared. Ella entornó los ojos despectivamente y siseó con los dientes apretados. Le puse el recibo delante de la cara y la miré fijamente. 

—¿Qué es esto? 

Ella sacudió la cabeza. 

—¿Sabes? Para ser un pedante sabelotodo a veces eres muy tonto. ¿Tú qué crees? Es un recibo.


—Ya me he dado cuenta —gruñí arrugando el papel. La pinché con una parte puntiaguda del recibo en la delicada piel justo encima de uno de sus pechos; sentí que mi polla se despertaba cuando ella soltó una exclamación ahogada y sus pupilas se dilataron—. ¿Por qué te has comprado ropa y la has cargado a la tarjeta de la empresa?

—Porque un cabrón me hizo jirones la blusa. —Se encogió de hombros y después acercó la cara un poco y susurró—. Y las bragas. 

Joder. 

Inspiré hondo por la nariz y tiré el papel al suelo, me incliné hacia delante y uní mis labios con los de ella mientras enredaba los dedos en su pelo, apretando su cuerpo contra la pared. Mi polla latía contra su abdomen mientras sentía que su mano seguía el mismo camino que la mía y se metía entre mi pelo para agarrármelo con fuerza. 

Le subí el vestido por los muslos y gemí dentro de su boca cuando mis dedos encontraron otra vez el borde de encaje de sus medias hasta el muslo. Lo hacía para atormentarme, seguro. Sentí que me pasaba la lengua sobre los labios mientras yo rozaba con los dedos la tela cálida y húmeda de sus bragas. Las agarré con fuerza y les di un fuerte tirón.


—Pues apunta que tienes que comprarte otras —le dije y después le metí la lengua dentro de la boca. 

Ella gimió profundamente cuando metí dos dedos en su interior. Estaba todavía más húmeda de lo que estaba la noche anterior, si es que eso era posible. «Menuda situación tenemos ahora mismo entre manos.» Ella se apartó de mis labios con una exclamación cuando empecé a follarla con los dedos con fuerza mientras con el pulgar le frotaba con energía y ritmo el clítoris. 

—Sácatela —me dijo—. Necesito sentirte. Ahora. 

Yo entrecerré los ojos, intentando ocultar el efecto que sus palabras tenían en mí.


—Pídamelo por favor, señorita Chaves. 

—Ahora —dijo con mayor urgencia. 

—¿Eso no es un poco exigente? 

Me dedicó una mirada que le habría minado la moral a alguien menos canalla que yo, y no pude evitar reírme. Chaves sabía defender su territorio.


—Tienes suerte. Hoy me siento generoso. 

Me quité todo lo rápido que pude el cinturón, los pantalones y los calzoncillos antes de levantarla a pulso y embestirla. Dios, qué sensación. Mejor que nada. Eso explicaba por qué no podía quitármela de la cabeza. Algo me decía que nunca me iba a hartar de eso.


—Maldita sea —murmuré. 

Ella inspiró con fuerza y sentí que me apretaba. Su respiración se había vuelto irregular. Mordió el hombro de mi chaqueta y me rodeó con una pierna cuando empecé a moverme rápido y fuerte con ella aún contra la pared. En cualquier momento alguien podía aparecer en las escaleras y pillarme follándomela, pero nada podía importarme menos en aquel momento. Necesitaba quitármela de la cabeza cuanto antes. 

Levantó la cabeza y fue mordisqueándome el cuello hasta que atrapó mi labio inferior entre los dientes.


—Cerca —me dijo con voz grave y apretó su pierna alrededor de mi cintura para acercarme y profundizar más—. Estoy cerca. 

«Perfecto.»

Enterré mi cara en su cuello y en su pelo para amortiguar mi gemido al correrme con fuerza y sin avisar dentro de ella, apretándole el trasero con las manos. Y salí antes de que pudiera frotarse más contra mí, dejándola en el suelo sobre sus piernas inestables.

Me miró con la boca abierta y los ojos en llamas. Las escaleras se llenaron de un silencio sepulcral.


—¿En serio? —dijo resoplando sonoramente. Echó la cabeza hacia atrás y golpeó la pared con un ruido seco.

—Gracias, ha sido fantástico. —Me subí los pantalones que tenía a la altura de las rodillas. 

—Eres un cabrón. 

—Creo que eso ya me lo habías dicho —murmuré bajando la vista para subirme la cremallera.
Cuando volví a levantarla, ella se había arreglado el vestido, pero se la veía hermosamente desaliñada, y parte de mí deseó estirar el brazo y deslizar la mano entre sus piernas para hacer que se corriera. Pero una parte de mí aún mayor estaba disfrutando con la furiosa insatisfacción que había en sus ojos.


—El que siembra vientos, recoge tempestades, por así decirlo.

—Qué pena que seas un polvo tan malo —respondió con frialdad. Se volvió para seguir bajando las escaleras, pero se detuvo de repente y se volvió para mirarme—Y qué suerte que esté tomando la píldora. Gracias por preguntar, imbécil. 

La vi desaparecer bajando las escaleras y gruñí mientras regresaba a mi despacho. 

Me dejé caer en la silla con un resoplido y me pasé las manos por el pelo antes de sacar sus bragas rotas de mi bolsillo. Me quedé mirando la seda blanca que tenía entre los dedos durante un momento y después abrí el cajón de mi mesa y las metí dentro junto con las de la noche anterior.