Decir que mi fin de semana fue un asco sería poco decir. Apenas comí, apenas dormí y lo poco que dormí estuvo interrumpido por fantasías de mi jefe desnudo encima,debajo y detrás de mí. Incluso deseé volver al trabajo para tener algo con lo que distraerme.
La mañana del sábado me desperté frustrada y de mal humor, pero no sé cómo conseguí recomponerme y ocuparme de las tareas de la casa y de la compra semanal.
Pero el domingo por la mañana no tuve tanta suerte. Me desperté sobresaltada, jadeando y temblando, con el cuerpo cubierto de sudor y envuelta en un revoltijo de sábanas de algodón. El sueño que había tenido era tan intenso que me había llevado hasta el orgasmo. El señor Alfonso y yo nos encontrábamos otra vez encima de la mesa de la sala de reuniones, pero esta vez los dos estábamos totalmente desnudos. Él estaba tumbado boca arriba y yo a horcajadas sobre él, mi cuerpo moviéndose sobre el suyo, subiendo y bajando sobre su pene. Él me tocaba por todas partes: la cara, el cuello, encima de los pechos y bajando hasta las caderas, donde me agarraba para guiar mis movimientos. Yo sentí que estaba a punto de correrme cuando nuestras miradas se encontraron.
—¡Mierda! —gruñí y salí de la cama. Eso iba de mal en peor y muy rápido.
¿Quién iba a pensar que trabajar con un cabrón irritable iba a acabar en que te follen contra una ventana y además te guste?
Abrí el grifo de la ducha y mientras esperaba que se calentara el agua, mis pensamientos empezaron a divagar. Quería ver su mirada cuando la levantara desde mi entrepierna, su expresión al ponerse encima de mí, sentir cuánto me deseaba.
Necesitaba oír el sonido de su voz diciendo mi nombre al correrse.
Se me cayó el alma a los pies. Fantasear con él era un billete directo hacia los problemas. Un billete solo de ida.
Estaba a punto de conseguir mi máster. Él era un ejecutivo.
Él no tenía nada que perder y yo podía perderlo todo.
Me duché y me vestí rápido para salir a almorzar con Sara y con Julia. Sara y yo nos veíamos todos los días en el trabajo, pero era más difícil quedar con Julia, mi mejor amiga desde el instituto. Trabajaba en el departamento de ventas de la firma Gucci y siempre estaba llenando mi armario de muestras y restos de stock. Gracias a ella y a su descuento, yo tenía una ropa genial. Seguía siendo cara, pero merecía la pena. Me pagaban bien en Alfonso Media y mi beca cubría todos los gastos de la universidad, pero ni siquiera así podía gastarme mil novecientos dólares en un vestido sin que me dieran ganas de suicidarme.
A veces me preguntaba si Horacio me pagaba tan bien porque sabía que era la única que podía manejar a su hijo. Oh, si él supiera...
Decidí que era una mala idea contarles a las chicas lo que estaba ocurriendo. Sara trabajaba para Federico Alfonso y veía a Pedro por el edificio muy a menudo. No podía pedirle que guardara un secreto como ese. Julia, por otro lado, me echaría la bronca.
Durante casi un año me había oído quejarme sobre lo estúpido que era mi jefe y no le iba a hacer gracia saber que me lo estaba tirando.
Dos horas más tarde estaba sentada con mis dos mejores amigas bebiendo mimosas en el patio de nuestro restaurante favorito, hablando de hombres, ropa y trabajo. Julia me sorprendió trayéndome un vestido que estaba hecho de la tela más suntuosa que había visto en toda mi vida. Estaba metido en una bolsa para trajes que colgaba de una silla que había a mi lado.
—¿Qué tal el trabajo? —preguntó Julia entre dos trozos de melón—. ¿El cerdo de tu jefe sigue haciéndotelo pasar mal, Paula?
—Oh, el cabrón atractivo... —suspiró Sara y yo me puse a estudiar atentamente las gotas de condensación de mi copa.
Ella se metió una uva en la boca y habló mientras la masticaba—. Dios, tendrías que verlo, Julia. Es la mejor descripción de él que he oído en mi vida. Es un dios. Y lo digo en serio. No tiene nada de malo, al menos físicamente. Una cara perfecta, el cuerpo, la ropa, el pelo... Oh, Dios, el pelo. Lo lleva así, como en un despeinado artístico increíble —dijo haciendo gestos por encima de su cabeza—. Parece que acabara de follarse a alguien hasta dejarla sin aliento.
Puse los ojos en blanco. No necesitaba que nadie me recordara lo del pelo.
—Y, no sé lo que te habrá dicho Paula, pero es odioso —siguió Sara poniéndose seria—. Quiero decir, a los quince minutos de conocerlo ya quería reventarle las cuatro ruedas con una navaja. Es el mayor cabrón que he conocido.
Estuve a punto de atragantarme con un trozo de piña. Si Sara supiera... Y además estaba muy bien dotado en cuanto a atributos masculinos. Era injusto.
—¿Y por qué es tan capullo?
—¿Quién sabe? —contestó Sara, y después parpadeó como si estuviera realmente pensando que podía tener una buena excusa—. ¿Tal vez tuvo una infancia difícil?
—Pero ¿conoces a su familia? —le pregunté escéptica—. Su infancia ha tenido que ser idílica.
—Cierto —concedió—. Tal vez es algún tipo de mecanismo de defensa. Quizá está amargado y cree que tiene que trabajar más y reivindicarse ante todo el mundo continuamente porque ser tan guapo...
Reí entre dientes.
—No hay ninguna razón profunda. Él cree que a todo el mundo debe importarle tanto su trabajo como a él, pero la mayoría de la gente no comparte su visión. Y eso le molesta.
—¿Le estás defendiendo, Paula? —le preguntó Sara con una sonrisa sorprendida.
—De ninguna manera.
Noté que los ojos azules de Julia estaban fijos en mí y que los había entornado enuna acusación silenciosa. Me había quejado mucho de mi jefe en los últimos meses, pero tal vez no había mencionado que era guapísimo.
—Paula, ¿me has estado ocultando algo? ¿Está macizo tu jefe? —me preguntó.
—Sí que es guapísimo, pero su personalidad hace que sea muy difícil apreciarlo. —Intenté parecer todo lo despreocupada que pude. Julia podía leer casi cualquier cosa que yo pensara.
—Bueno —dijo encogiéndose de hombros y dándole un largo sorbo a su bebida—tal vez la tiene pequeña y eso es lo que realmente le saca de quicio.
Yo vacié mi copa de un trago mientras mis dos amigas se partían de risa.