Cómo demonios conseguí bajar esos escalones sin matarme es algo que no sabría explicar. Salí corriendo como si el lugar estuviera en llamas, dejando al señor Alfonso solo en las escaleras con la boca abierta, la ropa desordenada y el pelo revuelto como si alguien lo hubiera asaltado.
Pasé sin pararme por la cafetería de la catorce y llegué a la última puerta del rellano, que crucé de un salto (algo nada fácil con esos zapatos), abrí la puerta metálica y me apoyé contra la pared, jadeando.
«Pero ¿qué acaba de pasar?» ¿Acabo de follarme a mi jefe en las escaleras? Solté una exclamación y me tapé la boca con las manos. ¿Y le he ordenado que lo haga? «Oh, Dios.» Pero ¿qué demonios me pasa?
Alucinada me aparté con dificultad de la pared y subí unos cuantos tramos de escaleras hasta el baño más cercano. Comprobé todos los cubículos para asegurarme de que estaban vacíos y después cerré con llave la puerta principal.
Cuando me acerqué al espejo del baño hice una mueca. Parecía que me hubieran centrifugado y puesto a secar.
Mi pelo era un desastre. Todas mis ondas tan cuidadosamente ordenadas eran ahora una masa de nudos salvajes. Al parecer al señor Alfonso le gustaba que llevara el pelo suelto. Tendría que recordarlo.
«Un momento... ¿Qué?» ¿De dónde había salido eso? No tenía que recordar nada, ni hablar. Golpeé la encimera de los lavabos con el puño y me acerqué más para evaluar los daños.
Tenía los labios hinchados y el maquillaje corrido. El vestido estaba dado de sí y prácticamente me quedaba colgando; y otra vez me había quedado sin bragas.
«Hijo-de-puta.» Ya eran las segundas. ¿Qué hacía con ellas?
—¡Oh, Dios! —exclamé en un ataque de terror. No estarían en alguna parte de la sala de reuniones, ¿verdad? ¿Las habría recogido y tirado? Debería preguntarle para estar segura. Pero no. No le iba a dar la satisfacción de reconocer que esto... esto...
¿Qué era esto?
Sacudí de nuevo la cabeza, frotándome la cara con las manos. Dios, lo había estropeado todo. Cuando llegué esa mañana tenía un plan. Iba a entrar allí, tirarle ese recibo a su atractiva cara y decirle que se lo metiera por donde le cupiera. Pero él estaba tan tremendamente sexy con ese traje color gris antracita y el pelo tan bien peinado hacia arriba, como una señal de neón que pedía a gritos que lo despeinaran,que simplemente había perdido la capacidad de pensar con claridad. Patético. ¿Qué tenía él que hacía que el cerebro se me convirtiera en papilla y me humedeciera así?
Esto no estaba bien. ¿Cómo iba a poder mirarlo sin imaginármelo desnudo?
Bueno, vale, no desnudo. Técnicamente no le había visto totalmente desnudo todavía, pero lo que había visto me hacía estremecer.
«Oh, no. ¿Acabo de decir “todavía”?»
Podría dimitir. Lo pensé durante un minuto, pero no me gustó lo que me hizo sentir. Me encantaba mi trabajo y el señor Alfonso podía ser el mayor capullo del mundo, pero había podido tratar con él durante nueve meses y (si no teníamos en cuenta las últimas veinticuatro horas) me las había apañado para conseguir trabajar con él como no lo había hecho nadie antes. Y por mucho que odiara admitirlo, me encantaba verlo trabajar. Era un capullo tremendamente impaciente, un perfeccionista obsesivo, le ponía a todo el mundo el listón a la misma altura y no aceptaba nada que no fuera lo mejor que pudieras hacer. Pero tenía que admitir que siempre había agradecido que diera por hecho que podía hacerlo mejor, trabajar más,hacer lo que hiciera falta para sacar adelante mi tarea... incluso aunque sus métodos no me encantaran. Realmente era un genio del mundo del marketing; toda su familia lo era.
Y esa era otra. Su familia. Mi padre estaba en Dakota del Norte y, cuando empecé como recepcionista mientras estaba en la universidad,Horacio Alfonso fue muy bueno conmigo. Todos lo habían sido. El hermano de Pedro, Federico, era otro ejecutivo senior y el hombre más amable que había conocido nunca. Me encantaba toda la gente de allí, así que dimitir no era una opción.
El mayor problema eran las prácticas. Necesitaba presentar mi informe sobre la experiencia en la empresa a la junta de la beca JT Miller antes de terminar mi máster, y quería que mi proyecto final fuera brillante. Por eso me había quedado en Alfonso Media Group: Pedro Alfonso me ofreció la cuenta Papadakis (el plan de marketing de una promotora inmobiliaria multimillonaria) que era un proyecto mucho más grande que el de cualquiera de mis compañeros. Cuatro meses no eran suficientes para empezar en otra parte y encontrar algún proyecto interesante con el que poder lucirme... ¿verdad?
No. Definitivamente no podía dejar Alfonso Media.
Tomada esa decisión, sabía que necesitaba un plan de acción. Tenía que seguir siendo profesional y asegurarme de que entre el señor Alfonso y yo nunca, jamás volviera a pasar nada, aunque «nada» fuera el sexo más caliente y más intenso que había tenido en mi vida, incluso aunque me negara los orgasmos.
Cerdo.
Yo era una mujer fuerte e independiente. Tenía una carrera que construir y había trabajado infinitas horas para llegar a donde estaba. Mi mente y mi cuerpo no se gobernaban por la lujuria. Solo tenía que recordar lo que era: un mujeriego, un arrogante, un cabezota y un gilipollas que daba por hecho que todos los que lo rodeaban eran idiotas.
Le sonreí a mi reflejo en el espejo y repasé el conjunto de recuerdos recientes que tenía de Pedro Alfonso.
«Le agradezco que me haya hecho un café cuando fue a hacerse el suyo, señorita Chaves, pero si hubiera querido beberme una taza de barro habría pasado mi taza por la tierra del jardín esta mañana.»
«Si insiste en golpear el teclado como si le fuera la vida en ello, señorita Chaves, le agradecería que mantuviera cerrada la puerta que comunica nuestros despachos.»
«¿Hay alguna razón para que esté necesitando tantísimo tiempo para llevar los borradores de los contratos al departamento legal? ¿Es que soñar despierta con peones de granja está ocupando todo su tiempo?»
Vaya, aquello iba a ser más fácil de lo que creía.
Sintiendo mi determinación renovada, me arreglé el vestido, me coloqué el pelo y me dirigí, sin bragas y llena de confianza, a la salida del baño. Cogí el café que había ido a buscar y volví a mi despacho, evitando las escaleras.
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