Para cuando volví de refrescarme un poco en el baño, tenía un mensaje de texto del señor Alfonso en el que me informaba de que debíamos encontrarnos en el aparcamiento para ir al centro. Menos mal que los otros ejecutivos y sus ayudantes también iban a la reunión con Red Hawk. Sabía por nuestros antecedentes que si tenía que sentarme en una limusina a solas con ese hombre durante veinte minutos (sobre todo después de lo que acababa de hacer) solo había dos posibles resultados.
Y solo uno de ellos haría que él acabara como había llegado.
La limusina estaba esperando justo a la salida y mientras me acercaba a nuestro conductor, él me sonrió ampliamente y me abrió la puerta.
—Hola, Paula, ¿qué tal el trabajo?
—Movido, divertido e interminable. ¿Qué tal los estudios? —
Le devolví la sonrisa. Leandro era mi conductor favorito, y aunque tenía tendencia a flirtear un poco,siempre me hacía sonreír.
—Si pudiera dejar la física, todavía podría graduarme en biología, seguro. Qué pena que no seas científica; podrías darme clases particulares —me dijo subiendo y bajando las cejas.
—Si ustedes dos han terminado, tenemos un lugar importante al que ir. Debería dedicarse a flirtear con la señorita Chaves en su tiempo libre. —Aparentemente el señor Alfonso ya estaba dentro del coche esperándome y nos miró reprobatoriamente a ambos antes de retirarse de nuevo a la parte de atrás. Sonreí y puse los ojos en blanco en dirección a Leandro antes de entrar.
El coche estaba vacío a excepción del señor Alfonso.
—¿Dónde están los demás? —pregunté confundida mientras iniciábamos la marcha.
—Tienen una cena más tarde así que han decidido ir en otro coche. —Estaba enfrascado en sus papeles. No pude evitar notar la forma en que daba golpecitos en el suelo con sus zapatos Oxford italianos a la última moda.
Lo miré suspicaz. No se le veía diferente. De hecho estaba súper sexy. Llevaba el pelo en su desastre calculado habitual. Cuando se llevó la pluma de oro a los labios distraídamente, justo como lo había hecho antes en el despacho, tuve que revolverme en el asiento para aliviar la repentina incomodidad.
Cuando levantó la vista y me miró, la media sonrisita de su cara me hizo saber que me había pillado comiéndomelo con los ojos.
—¿Has visto algo que te gusta? —preguntó.
—No, aquí no —respondí con una sonrisita yo también. Y como sabía que le iba a afectar, volví a cruzar las piernas a propósito, asegurándome de que se me subiera la falda un poco más de lo apropiado. Tal vez le hacía falta recordar quién tenía más posibilidades de ganar ese juego. Su ceño fruncido volvió un segundo después. Misión cumplida.
Los dieciocho minutos y medio que quedaban de nuestro viaje de veinte minutos los pasamos lanzándonos miradas lascivas en el coche mientras yo intentaba fingir que no estaba fantaseando con tener su atractiva cabeza entre las piernas.
Creo que no hace falta decir que, para cuando llegamos, ya estaba de mal humor.
Las tres horas siguientes se me hicieron eternas. Los otros ejecutivos llegaron y se hicieron las presentaciones. Una mujer particularmente llamativa pareció interesarse inmediatamente por mi jefe. Tendría treinta y pocos, con un grueso pelo pelirrojo, ojos oscuros muy brillantes y un cuerpo para morirse. Y, claro, esa sonrisa que era capaz de hacer que se le cayeran las bragas a cualquiera se puso en funcionamiento y estuvo a punto de dejarla inconsciente toda la tarde.
Gilipollas.
Cuando entramos en el despacho al final del día, después de un viaje de vuelta aún más tenso que el de ida, pareció que el señor Alfonso todavía tenía algo que decir. Y si no lo soltaba pronto, iba a explotar. Cuando quería que se estuviera calladito, no podía mantener la boca cerrada. Pero cuando necesitaba que dijera algo, se quedaba mudo.
Una sensación de déjà vu y de terror me embargó al cruzar el edificio semidesierto en dirección al ascensor. En cuanto las puertas doradas se cerraron deseé estar en cualquier parte menos de pie a su lado. «¿Es que de repente hay menos oxígeno aquí?» Mientras miraba su reflejo en las puertas brillantes, me di cuenta de que era difícil adivinar cómo se sentía. Se había aflojado la corbata y tenía la chaqueta del traje colgada de un brazo. Durante la reunión se había subido las mangas de la camisa parcialmente sobre los antebrazos y yo intenté no quedarme mirando las líneas que formaban sus músculos por debajo de la piel.
Aparte de la constante forma de apretar la mandíbula y la mirada baja, parecía totalmente relajado.
Cuando llegamos al piso dieciocho dejé escapar un enorme suspiro. Esos habían sido los cuarenta y dos segundos más largos de mi vida. Le seguí a través de la puerta intentando mantener la mirada lejos de él mientras entraba rápidamente en su despacho. Pero para mi sorpresa no cerró la puerta detrás de él. Y él siempre cerraba la puerta.
Comprobé rápidamente los mensajes y me ocupé de unos cuantos detalles de última hora antes de irme de fin de semana. Creo que nunca antes había tenido tanta prisa por salir de allí. Bueno, eso no era realmente cierto. La última vez que estuvimos solos en aquella planta también salí huyendo bastante rápido. Mierda, si había un momento para no pensar en eso era precisamente aquel, en la oficina vacía.
Solos él y yo.
Él salió de su despacho justo cuando yo estaba recogiendo mis cosas. Colocó un sobre color marfil sobre mi mesa y se encaminó hacia la puerta sin detenerse. «¿Qué demonios era aquello?» Abrí deprisa el sobre y vi mi nombre en varias hojas de un elegante papel color marfil. Eran los formularios para abrir una cuenta de crédito privada en La Perla, con el nombre del señor Pedro Alfonso como titular.
«¿Ha abierto una cuenta para mí?»
—¿Qué demonios es esto? —pregunté furiosa. Salté de la silla y continué—. ¿Me has abierto una línea de crédito?
Él se detuvo y, tras dudar un momento, se volvió para mirarme.
—Tras el espectáculo que has protagonizado hoy, hice una llamada y las gestiones necesarias para que puedas comprarte todo lo que... necesites. Por supuesto hay un límite en la cuenta —dijo con pragmatismo tras haber eliminado cualquier rastro de incomodidad de su cara. Por eso era tan bueno en lo que hacía. Tenía una capacidad asombrosa para recuperar el control en cualquier situación.
Pero ¿creía realmente que podía controlarme?
—Vamos a ver, solo para que me quede claro —le dije sacudiendo la cabeza e intentando mantener cierta apariencia de calma—, ¿has hecho gestiones para comprarme lencería?
—Bueno, es para reemplazar las cosas que yo... —se detuvo, posiblemente para reconsiderar su respuesta—. Para reemplazar las cosas que han resultado estropeadas. Si no la quieres, no la uses, joder —bufó entre dientes antes de girarse para irse de nuevo.
—Eres un hijo de puta. —Me acerqué para quedarme de pie delante de él con el elegante papel ahora hecho una bola arrugada en mi puño—. ¿Te parece gracioso? ¿Es que crees que yo soy una muñeca que puedas vestir a tu conveniencia para divertirte? —No sabía con quién estaba más enfadada: con él por pensar eso de mí o conmigo por permitir que todo aquello hubiera tenido lugar.
—Oh, sí —se mofó—. Me parece algo para partirse.
—Toma esto y métetelo por donde te quepa. —Le tiré la bola de papel color marfil contra el pecho, cogí el bolso, giré sobre mis talones y literalmente salí corriendo hacia el ascensor.
«Cabrón ególatra y mujeriego.»
Lógicamente yo sabía que su intención no era insultarme, al menos eso esperaba.
Pero ¿aquello? Aquello era exactamente por lo que no había que tirarse al jefe y por lo que definitivamente no había que exhibirse y hacerle un numerito en su despacho.
Aparentemente yo me había perdido esa parte de los consejos de orientación.