domingo, 1 de junio de 2014

CAPITULO 16




Había ochenta y tres agujeros, veintinueve tornillos, cinco aspas y cuatro bombillas en el ventilador de techo, que además era lámpara, que tenía en mi dormitorio encima de la cama. Me giré hacia un lado y ciertos músculos se burlaron de mí y me proporcionaron una prueba definitiva de por qué no podía dormir.


«Quiero que lo veas. Y mañana, cuando te encuentres dolorida, quiero que te acuerdes de quién te lo hizo.»

Y no estaba de broma.


Sin darme cuenta mi mano había bajado hasta mi pecho, haciendo rodar distraídamente un pezón entre los dedos por debajo de la camiseta. Al cerrar los ojos, el contacto de mis manos se convirtió en el suyo en mi memoria. Sus dedos largos y hábiles rozándome la parte baja de los pechos, sus pulgares acariciándome los pezones, cogiéndome los pechos con sus grandes manos... «Mierda.» Dejé escapar un profundo suspiro y le di una patada a una almohada de mi cama. Sabía exactamente adónde me llevaba esa línea de pensamiento. Había hecho exactamente lo mismo tres noches seguidas y tenía que parar enseguida. Con un resoplido me puse boca abajo y cerré los ojos con fuerza, deseando poder quedarme dormida. 



Como si eso me hubiera funcionado alguna vez.


Todavía recordaba, con total claridad, el día, casi un año y medio atrás, en que Horacio me había pedido que fuera a su despacho para hablar. Había empezado en Alfonso Media Group trabajando como asistente junior de Horacio mientras estaba en la universidad. Cuando mi madre murió, Horacio me tomó bajo su protección, no tanto como una figura paterna, sino más bien como un mentor cariñoso y amable que me llevaba a su casa a cenar para comprobar mi estado emocional. Él insistió en que su puerta siempre estaría abierta para mí. Pero esa mañana en concreto, cuando llamó a mi despacho, sonaba extrañamente formal y francamente, eso me dio un miedo de muerte.


En su despacho él me explicó que su hijo menor había vivido en París durante los últimos seis años, trabajando como ejecutivo de marketing para L’Oréal. Este hijo del que hablaba, Pedro, iba a volver a casa por fin y dentro de seis meses iba a asumir el puesto de director de operaciones de Alfonso Media. Horacio sabía que me quedaba un año de mi licenciatura en empresariales y que estaba buscando opciones para prácticas que me dieran la experiencia directa e importantísima que necesitaba.


Insistió en que hiciera mis prácticas de máster en Alfonso Media Group y que el más joven de los Alfonso estaría más que encantado de tenerme en su equipo. 

Horacio me pasó el memorándum para toda la empresa que iba a hacer circular la semana siguiente para anunciar la llegada de Pedro Alfonso. 

«Madre mía.» Eso fue lo único que pude pensar cuando volví a mí despacho y le eché un vistazo a aquel documento. 


Vicepresidente ejecutivo de marketing de productos en L’Oréal París. El nominado más joven que había aparecido nunca en la lista de «Los 40 de menos de 40» de Crain’s, que se había publicado varias veces en e l Wall Street Journal . Doble máster por la Stern School of Business de la Universidad de Nueva York y la HEC de París, donde se especializó en finanzas corporativas y negocios globales, y en el que se graduó summa cum laude. Todo eso solo con treinta años. Dios mío. 

¿Qué era lo que Horacio había dicho? «Extremadamente dedicado.» Eso era subestimarlo y mucho.

Federico había dejado caer que su hermano no tenía su personalidad relajada, pero cuando parecí algo preocupada, él me tranquilizó rápidamente.


—Tiene tendencia a ser un poco estirado y demasiado perfeccionista a veces, pero no te preocupes por eso,Paula. Sabrás lidiar con sus arrebatos. Seguro que hacéis muy buen equipo. Vamos, mujer —me dijo rodeándome con su largo brazo—,¿cómo no te va a adorar?


Odiaba admitirlo ahora, pero para cuando él llegó, incluso estaba un poco enamorada de Pedro Alfonso. Estaba muy nerviosa por tener la oportunidad de trabajar con él, pero también estaba impresionada con todo lo que había conseguido y además tan rápido y tan pronto en su carrera. 


Y mirar su foto en internet tampoco es que me complicara las cosas: el tío era una maravilla. Nos comunicamos por correo electrónico para concertar asuntos sobre su llegada y aunque parecía bastante amable: nunca era demasiado amistoso.


El gran día, no se esperaba a Pedro hasta después de la reunión de la junta de la tarde, en la que se le iba a presentar oficialmente. Yo tuve todo el día para irme poniendo cada vez más nerviosa. Como Sara era tan buena amiga, subió para distraerme. Se sentó en mi silla y nos pasamos más de una hora hablando de los méritos de las películas de la saga Clerks. 


Solo un rato después me estaba riendo tanto que las lágrimas me corrían por la cara. No me di cuenta de que Sara se ponía tensa cuando se abrió la puerta exterior del despacho, ni me fijé en que había alguien de pie detrás de mí. Y aunque Sara intentó avisarme con un breve gesto de la mano pasando de un lado a otro de la garganta (el gesto universal para: «Corta y cierra la boca»), la ignoré.Porque, aparentemente, soy una idiota. 

—Y entonces —seguí diciendo mientras me reía y me abrazaba los costados— ella va y dice: «Anoté el pedido a uno al que hice una mamada después del baile de fin de curso» y él responde: «Sí, yo también he servido a tu hermano».


Otra oleada de carcajadas me embargó y me agaché dando un pequeño paso hacia atrás hasta que choqué con algo duro y cálido. 

Me volví y me dio muchísima vergüenza darme cuenta de que acababa de restregar el trasero contra el muslo de mi nuevo jefe.

—¡Señor Alfonso! —dije al reconocerlo de las fotos—. Lo siento mucho. 

Él no parecía estar divirtiéndose.


En un intento de relajar la tensión, Sara se puso de pie y extendió la mano. 

—Es un placer conocerlo por fin. Soy Sara Dillon, la asistente de Federico. 

Mi nuevo jefe simplemente miró su mano sin devolverle el gesto y levantó una de sus cejas perfectas. 

—¿No querrá decir del «señor Alfonso»

Sara dejó caer la mano mientras lo miraba, obviamente confusa. Había algo en su presencia tan intimidante que la había dejado sin palabras. Cuando se recuperó,balbució:

—Bueno... aquí somos algo informales. Nos tuteamos y nos llamamos por el nombre de pila. Esta es tu asistente, Paula.

Él asintió.


—Señorita Chaves, usted se dirigirá a mí como «señor Alfonso». Y la espero en mi despacho dentro de cinco minutos para hablar del decoro adecuado en el lugar de trabajo. —Su voz sonaba seria cuando habló y asintió brevemente en dirección a Sara—. Señorita Dillon.


Después me miró a mí durante otro momento y se volvió hacia su nuevo despacho. Yo observé horrorizada cómo se cerraba la puerta del primer infausto portazo de nuestra historia. 

—¡Qué cabrón! —murmuró Sara con los labios apretados.

—Un cabrón muy atractivo —respondí.


Esperando poder mejorar un poco las cosas, bajé a la cafetería a por una taza de café. Incluso le había preguntado a Federico cómo le gustaba el café a Pedro: solo. 

Cuando volví hecha un manojo de nervios al despacho, al llamar a la puerta me respondió con un brusco «adelante» y yo deseé que dejaran de temblarme las manos. 

Puse una sonrisa amistosa, intentando causarle una mejor impresión esta vez, y al abrir la puerta me lo encontré hablando por teléfono y escribiendo furiosamente en un cuaderno que tenía delante. Me quedé sin aliento cuando le oí hablar con una voz pausada y profunda en un perfecto francés. 

—Ce sera parfait. Non. Non, ce n’est pas nécessaire. Seulement quatre. Oui. Quatre. Merci, Ivan

Colgó pero no levantó la mirada del papel para mirarme. Cuando estuve de pie justo delante de su mesa, se dirigió a mí con el mismo tono duro de antes. 

—En el futuro, señorita Chaves, tendrá las conversaciones ajenas al trabajo fuera de la oficina. Le pagamos por trabajar, no por cotillear. ¿He sido lo bastante claro?


Me quedé de pie en silencio durante un momento hasta que me miró a los ojos y enarcó una ceja. Sacudí la cabeza para salir del trance, dándome cuenta justo en ese momento de la verdad sobre Pedro Alfonso: aunque era mucho más guapo en persona que en las fotos, hasta incluso dejarte sin aliento, él no tenía nada que ver con lo que había imaginado. Y tampoco tenía nada que ver con su padre ni su hermano. 

—Muy claro, señor —dije mientras daba la vuelta a la mesa para ponerle el café delante. 

Pero justo cuando estaba a punto de llegar a su mesa, uno de mis tacones se quedó trabado en la alfombra y me caí hacia delante. Oí que un fuerte «¡Mierda!» salía de mis labios y el café se convertía en una mancha ardiente sobre su traje caro. 

—Oh, dios mío, señor Alfonso. ¡Lo siento muchísimo! 

Corrí hacia el lavabo de su baño para coger una toalla, volví corriendo y me puse de rodillas delante de él para intentar quitarle la mancha. En mi precipitación y en medio de aquella humillación que yo creía que no podía ser peor, de repente me di cuenta de que le estaba frotando furiosamente la toalla contra la bragueta. Aparté los ojos y la mano, a la vez que sentía el rubor ardiente que me cubría la cara hasta el cuello, al darme cuenta del evidente bulto de la parte delantera de sus pantalones. 

—Puede irse ahora, señorita Chaves. 

Asentí y salí corriendo de la oficina, avergonzada porque acababa de causar una primera impresión horrible.


Gracias a Dios después de eso había demostrado mi eficacia con bastante rapidez.


Había veces en que él incluso parecía impresionado conmigo, aunque siempre era cortante y borde. Lo achaqué a que él era el mayor imbécil del mundo, pero siempre me pregunté si había algo específico en mí que nunca le había gustado. 

Aparte de lo de la toalla, claro.

CAPITULO 15




Cerró la gran puerta con un espejo que había frente a un silloncito tapizado en seda y me miró fijamente.


—¿Me has seguido hasta aquí? 


—¿Y por qué demonios iba a hacer eso?


—Así que simplemente es casualidad que estuvieras mirando prendas en una tienda de lencería femenina. ¿Un pasatiempo pervertido de los tuyos?


—No se lo crea usted tanto, señorita Chaves.


—¿Sabes? Es una suerte que la tengas grande, así hace juego con esa bocaza tuya.



Y al segundo siguiente me encontré inclinándome hacia delante y susurrando:
—Estoy seguro de que te iba a encantar mi boca también. 


De repente todo era demasiado intenso, demasiado alto y demasiado vívido. Su pecho subía y bajaba y su mirada pasó a mi boca mientras se mordía el labio inferior. Se enroscó lentamente mi corbata en la mano y me estiró hacia ella. Yo abrí la boca y sentí la presión de su suave lengua.

Ahora ya no podía apartarme y deslicé una mano hasta su mandíbula y subí la otra hasta su pelo. Le solté el pasador que le sujetaba la coleta y sentí que unas suaves ondas me caían sobre la mano. Agarré con fuerza esa mata de pelo, tirándole de la cabeza para poder acomodar mejor la boca. 


Necesitaba más. Lo necesitaba todo de ella. Ella gimió y yo le tiré más fuerte del pelo. 

—Te gusta.

—Dios, sí. 

En ese momento, al oír esas palabras ya no me importó nada más: ni dónde estábamos, ni quiénes éramos ni qué sentíamos el uno por el otro. Nunca en mi vida había sentido una química tan potente con nadie. Cuando estábamos juntos así, nada más importaba. 

Bajé las manos por sus costados y le agarré el borde de la camiseta, se la subí y se la quité por la cabeza, rompiendo el beso solo durante un segundo. Para no quedarse atrás, ella me bajó la chaqueta por los hombros y la dejó caer en el suelo. 

Dibujaba círculos con los pulgares por toda la piel mientras movía las manos hasta la cintura de los vaqueros. Se los abrí rápidamente y cayeron al suelo. Ella los apartó de una patada a la vez que se quitaba las sandalias. Yo bajé por su cuello y sus hombros sin dejar de besarla.

—Joder —gruñí. Al levantar la vista pude ver su cuerpo perfecto reflejado en el espejo. Había fantaseado con ella desnuda más veces de las que debería admitir, pero la realidad, a la luz del día, era mejor. Mucho mejor. Llevaba unas bragas negras transparentes que solo le cubrían la mitad del trasero y un sujetador a juego, y el pelo sedoso le caía por la espalda. Los músculos de sus piernas largas y musculosas se flexionaron cuando se puso de puntillas para alcanzarme el cuello. La imagen,junto con la sensación de sus labios, hizo que mi miembro empujara dolorosamente el confinamiento de los pantalones.



Ella me mordió la oreja y sus manos pasaron a los botones de mi camisa.


—Creo que a ti también te gusta el sexo duro. 

Yo me solté el cinturón y los pantalones, los bajé hasta el suelo junto con los bóxer y después la empujé hacia el silloncito.


Un estremecimiento me recorrió cuando le acaricié las costillas con las manos en dirección al cierre de su sujetador. Tenía los pechos apretados contra mí como si quisiera meterme prisa y yo la besé por el cuello mientras le soltaba rápidamente el sujetador y le bajaba los tirantes. Me aparté un poco para dejar que el sujetador cayera y por primera vez pude tener una visión completa de sus pechos completamente desnudos ante mí. «Joder, son perfectos.» 


En mis fantasías les había hecho de todo: tocarlos,besarlos, chuparlos, follármelos, pero nada comparado con la realidad de simplemente quedarme mirándolos.


Sus caderas se sacudieron contra mí; nada aparte de sus bragas nos separaba ya.


Enterré mi cabeza entre sus pechos y ella metió las manos entre mi pelo,acercándome. 

—¿Quieres probarme? —me susurró mirándome fijamente. 


Me tiró del pelo con suficiente fuerza para apartarme de su piel.


No se me ocurrió ninguna respuesta ocurrente, nada hiriente que hiciera que dejara de hablar y simplemente se dedicara a follarme. Sí que quería probar su piel.


Lo deseaba más de lo que había deseado nada en mi vida.

—Sí. 

—Pídemelo con educación entonces.


—Y una mierda te lo voy a pedir con educación. Suéltame.


Ella gimió, inclinándose hacia delante para permitirme meterme un pezón perfecto en la boca, lo que hizo que me tirara aún más fuerte del pelo. Mierda, eso era genial.


Miles de pensamientos me pasaban por la mente. No había nada en este mundo que quisiera más que hundirme en ella, pero sabía que cuando acabara, nos iba a odiar a los dos: a ella por hacerme sentir débil y a mí por permitir que la lujuria anulara mi sentido común. Pero también sabía que no podía parar. Me había convertido en un yonqui que solo vivía para el siguiente chute. Mi vida perfectamente organizada se estaba rompiendo en pedazos y todo lo que me importaba era sentirla. 

Deslicé la mano por sus costados y dejé que mis dedos rozaran el borde de sus bragas. Ella se estremeció y yo cerré los ojos con fuerza mientras agarraba la tela fuertemente con las manos, deseando poder parar.


—Vamos, rómpelas... Sabes que lo estás deseando —murmuró junto a mi oído y después me mordió con fuerza. 


Medio segundo después sus bragas no eran más que un montón de encaje tirado en una esquina del probador. Le agarré las caderas con fuerza, la levanté mientras sujetaba la base de mi miembro con la otra mano y la empujé hacia mí.


La sensación fue tan intensa que tuve que obligarla a dejar las caderas quietas para no explotar. Si perdía el control ahora, ella me lo echaría en cara más tarde. Y no le iba a dar esa satisfacción. 

En cuanto recuperé el control otra vez, empecé a moverme. 


No lo habíamos hecho en esa postura nunca (ella encima, mirándonos a la cara) y aunque odiaba admitirlo, nuestros cuerpos encajaban a la perfección. Bajé las manos desde sus caderas hasta sus piernas, le agarré una con cada mano y me rodeé la cintura con ellas. El cambio de posición me hizo entrar más profundamente en ella y hundí la cara en su cuello para evitar que se me oyera gemir.


Era consciente del murmullo de voces a nuestro alrededor, con gente entrando y saliendo de los otros probadores. La idea de que podían pillarnos en cualquier momento solo mejoraba la situación.


Ella arqueó la espalda a la vez que ahogaba un gemido y dejó caer la cabeza. Esa forma engañosamente inocente con que se mordía el labio me estaba volviendo loco.


Una vez más me vi mirando por encima de su hombro para vernos en el espejo. No había visto nada tan erótico en toda mi vida.


Ella me tiró del pelo otra vez para llevar mi boca hacia la suya y nuestras lenguas se deslizaron la una contra la otra, acompasadas con el movimiento de nuestras caderas.


—Estás increíble encima de mí —le susurré junto a la boca—. Gírate, tienes que ver una cosa. —Tiré de ella y la giré para que viera el espejo. Con su espalda contra mi pecho, ella se agachó un poco para volver a meterme en ella. 

—Oh, Dios —dijo. Suspiró profundamente y dejó caer la cabeza sobre mi hombro y yo no estaba seguro de si era por notarme dentro de ella o por la imagen del espejo. O por ambas.


La agarré del pelo y la obligué a volver a levantarse. 

—No, quiero que mires justo ahí —dije con voz ronca junto a su oído, mi mirada encontrando la suya en el espejo—. Quiero que lo veas. Y mañana, cuando te encuentres dolorida, quiero que te acuerdes de quién te lo hizo. 

—Deja de hablar —me dijo, pero se estremeció y supe que disfrutaba con cada palabra. Sus manos subieron por su cuerpo y después se acercaron al mío hasta que se hundieron entre mi pelo.


Yo recorrí cada centímetro de su cuerpo y le cubrí de besos y mordiscos la parte posterior de los hombros. En el espejo podía ver cómo entraba y salía de ella y por mucho que no quisiera guardar esos recuerdos en mi cabeza, supe que esa era una imagen que no iba a olvidar. Bajé una mano hasta su clítoris. 

—Oh, mierda —murmuró—. Por favor. 

—¿Así? —le pregunté apretándolo y rodeándolo. 

—Sí, por favor, más, por favor, por favor. 

Nuestros cuerpos estaban ahora cubiertos por una fina capa de sudor, lo que hacía que el pelo se le pegara un poco a la frente. Su mirada no se apartaba del lugar donde estábamos unidos mientras seguíamos moviéndonos el uno contra el otro y supe que los dos estábamos cerca. 


Quería que nuestras miradas se encontraran en el espejo... pero inmediatamente pensé que eso le iba a revelar demasiado. No quería que viera tan claramente lo que me estaba haciendo.

Las voces que nos rodeaban seguían sonando, completamente ajenas a lo que estaba ocurriendo en esa minúscula habitación. Si no hacía algo, nuestro secreto no se iba a poder mantener mucho tiempo. Cuando sus movimientos se hicieron más frenéticos y sus manos se apretaron más y más en mi pelo, le puse la mano en la boca para amortiguar su grito cuando se corrió allí,rodeándome. 

Yo acallé mis propios gemidos contra su hombro y tras unas pocas embestidas más, exploté en lo más profundo de ella. 


Su cuerpo cayó sobre mí y yo me apoyé contra la pared.

Necesitaba levantarme. Necesitaba levantarme y vestirme, pero no creía que mis piernas temblorosas pudieran sostenerme. Cualquier esperanza que hubiera tenido de que el sexo se volviera menos intenso con el tiempo y yo pudiera olvidarme de esa obsesión acababa de esfumarse.

La razón estaba empezando a volver lentamente a mí, junto con la decepción por haber vuelto a sucumbir a esa debilidad. La levanté y la aparté de mi regazo antes de agacharme para coger mis calzoncillos. 

Cuando se giró para mirarme yo esperaba odio o indiferencia, pero vi algo vulnerable en sus ojos antes de que le diera tiempo a cerrarlos y a apartar la vista. 

Ambos nos vestimos en silencio; la zona de probadores de repente parecía demasiado pequeña y silenciosa y yo era consciente incluso de todas y cada una de sus respiraciones.


Me enderecé la corbata y recogí las bragas rotas del suelo, depositándolas en mi bolsillo. Fui a agarrar el picaporte y me detuve. Estiré la mano y la pasé lentamente por la tela de encaje de una prenda que colgaba de uno de los ganchos de la pared.


Sus ojos se encontraron con los míos y le dije:
—Compra el liguero también. 

Y sin mirar atrás, salí del probador.