viernes, 30 de mayo de 2014

CAPITULO 12




Pánico. La emoción que me atrapó mientras me apresuraba —casi corría— hacia mi despacho, solo podía describirse como puro pánico. No podía creer lo que estaba ocurriendo. 


Estar a solas con ella en esa pequeña prisión de acero (su olor, sus sonidos, su piel) hacía que mi autocontrol se evaporara. Era perturbador. Esa mujer tenía una influencia sobre mí que no había experimentado nunca antes. 


Por fin en la relativa seguridad de mi despacho, me dejé caer en el sofá de cuero.


Me incliné hacia delante y me tiré con fuerza del pelo deseando calmarme y que mi erección bajara. 


Las cosas iban de mal en peor.


Había sabido desde el primer minuto en que me recordó la reunión de la mañana que no había forma de que fuera capaz de formar un pensamiento coherente, mucho menos dar una presentación entera, en esa maldita sala de reuniones. Y podía olvidarme al sentarme en esa mesa. 


Entrar allí y encontrármela apoyada contra el cristal, enfrascada en sus pensamientos, fue suficiente para que se me pusiera dura otra vez.



Me había inventado una historia inverosímil sobre que la reunión se iba a celebrar en otra planta y ella se había enfadado conmigo por ello. ¿Por qué siempre se enfrentaba a mí? Pero me ocupé de recordarle quién estaba al mando. 

De todas formas, como en todas las discusiones que hemos tenido, ella encontró la forma de devolvérmela. 

Me sobresalté al oír un estruendo en la oficina exterior. Seguido de un golpe. Y después otro. ¿Qué demonios estaba pasando ahí? Me levanté y me encaminé a la puerta y al abrirla me encontré a la señorita Chaves dejando caer carpetas en diferentes montones. Crucé los brazos y me apoyé contra la pared, observándola durante un momento. 


Verla tan enfadada no mejoraba el problema que tenía en los pantalones lo más mínimo.


—¿Le importaría decirme cuál es el problema?


Ella levantó la vista para mirarme de una forma que parecía que me acabara de salir una segunda cabeza.


—¿Se te ha ido la cabeza? 

—No, ni lo más mínimo.


—Pues perdóname si estoy un poco tensa —dijo entre dientes cogiendo una pila de carpetas y metiéndolas sin miramientos en un cajón. 

—A mí tampoco me encanta la idea de...


—Pedro —saludó mi padre al entrar con paso vivo a mi despacho—. Muy buen trabajo el de la sala de reuniones. 


Federico y yo acabamos de hablar con Dorothy y Troy y los dos estaban... —Se quedó parado y mirando a donde estaba la señorita Chaves, agarrándose al borde de la mesa con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos.


—Paula, querida, ¿estás bien?

Ella se irguió y soltó la mesa, asintiendo. Tenía la cara hermosamente enrojecida y el pelo un poco despeinado. Y eso se lo había hecho yo. Tragué saliva y me volví para mirar por la ventana. 

—No pareces estar bien —dijo mi padre, se acercó a ella y le puso la mano en la frente—. Estás un poco caliente. 

Apreté la mandíbula al ver el reflejo de ambos en el cristal y una extraña sensación empezó a subirme por la espalda. «¿De dónde viene esto?» 

—La verdad es que no me encuentro muy bien —dijo ella.


—Entonces deberías irte a casa. Con tu horario de trabajo y el final del semestre en la universidad seguro que estás...


—Tenemos la agenda llena hoy, me temo —dije volviéndome para mirarlos—.Quería acabar lo de Beaumont, señorita Chaves —gruñí con los dientes apretados.


Mi padre se volvió y me lanzó una mirada helada.


—Estoy seguro que tú puedes ocuparte de lo que haga falta, Pedro—Se dirigió a ella—: Vete a casa.


—Gracias, Horacio—Me miró arqueando una ceja perfectamente esculpida—. Lo veré mañana por la mañana, señor Alfonso.


La miré mientras salía. Mi padre cerró la puerta tras ella y se volvió hacia mí con la mirada encendida.


—¿Qué? —le pregunté. 

—No te mataría ser un poco más amable, Pedro —Se acercó y se sentó en la esquina de la mesa de ella—. Tienes suerte de tenerla, ya lo sabes.


Puse los ojos en blanco y sacudí la cabeza.


—Si su personalidad fuera tan buena como sus habilidades con el PowerPoint, no tendríamos ningún problema.

Él me atravesó con su mirada.


—Tu madre ha llamado y me ha dicho que te recuerde lo de la cena en casa esta noche. Federico y Nina vendrán con la niña.

—Allí estaré.


Se encaminó hacia la puerta, pero se detuvo para mirarme.


—No llegues tarde.


—No lo haré, ¡por Dios! —Sabía tan bien como cualquiera que nunca llegaba tarde, ni siquiera a algo tan tonto como una cena familiar. Federico, en cambio, llegaría tarde a su propio funeral.

CAPITULO 11




Después de una larga pausa, él asintió.


El sonido del edificio llenaba el ascensor mientras seguíamos mirándonos. La necesidad de contacto empezó a crecer, primero a la altura de mi ombligo y después empezó a bajar hasta llegar a mi entrepierna.


Él se agachó y me lamió la mandíbula antes de cubrir mis labios con los suyos. Un gemido involuntario salió de mi garganta cuando noté su erección contra mi abdomen. Mi cuerpo empezó a actuar por instinto y lo rodeé con una pierna,apretándome contra su excitación, y mis manos subieron hasta su pelo. Él se apartó lo justo para que sus dedos me abrieran el broche que tenía en la cintura. Mi vestido se abrió delante de él.


—Menuda gatita furiosa —me susurró. Me puso las manos en los hombros y me miró a los ojos mientras deslizaba la tela para que cayera al suelo.


Se me puso la piel de gallina cuando me cogió las manos, me giró y me apoyó las palmas contra la pared.



Levantó las suyas para quitarme el pasador plateado del pelo, dejando que cayera sobre mi espalda desnuda. Me agarró el pelo con las manos y con brusquedad me giró la cabeza a un lado para tener acceso a mi cuello. Fue bajando por mis hombros y mi espalda dándome besos calientes y húmedos. Su contacto me hacía sentir como una chispa de electricidad en cada centímetro de piel que me tocaba. De rodillas detrás de mí, me agarró el trasero y clavó los dientes en mi carne, lo que me hizo soltar un gemido, antes de que volviera a levantarse.


«Dios mío, ¿cómo sabía hacerme esas cosas?» 

—¿Te ha gustado que te haya mordido el culo? —Me estaba apretando los pechos y tiraba de ellos.


—Tal vez.


—Eres una chica muy viciosa.


Solté un grito de sorpresa cuando me dio un azote justo en el sitio donde habían estado sus dientes y respondí con un gemido de placer. Solté otra exclamación cuando sus manos agarraron las delicadas cintas de mi ropa interior y me la
rasgaron.


—Te voy a pasar otra factura, cabrón. 

Él se rió por lo bajo malévolamente y se apretó contra mí de nuevo. La fresca pared contra mis pechos hizo que todo mi cuerpo se estremeciera y volvieran los recuerdos de la primera vez en la ventana. Se me había olvidado lo mucho que me gustaba el contraste (frío contra calor, duro contra «él»). 

—Merece la pena el gasto. —Deslizó la mano para rodearme la cintura y después la bajó por el vientre, cada vez más abajo, hasta que uno de sus dedos descansó sobre mi clítoris.


—Creo que te pones estas cosas solo para provocarme.


¿Tendría razón y yo estaba delirando al pensar que me las ponía para mí?


La presión de su contacto hizo que empezara a sentir la necesidad. Sus dedos presionaban y paraban, dejándome a medias. Bajó todavía más y se paró justo junto a mi entrada.

—Estás muy húmeda. Dios, tienes que haber estado pensando en esto toda la mañana.


—Que te den —gruñí a la vez que soltaba una exclamación cuando su dedo entró por fin mientras me apretaba más contra él.


—Dilo. Dilo y te daré lo que quieres. —Un segundo dedo se unió al primero y la sensación me hizo gritar.


Negué con la cabeza, pero mi cuerpo me traicionó otra vez. 

Él sonaba tan necesitado... Sus palabras eran provocadoras y controladoras, pero parecía que él también estaba de alguna forma suplicando. Cerré los ojos intentando aclarar mis pensamientos, pero todo aquello era demasiado. La sensación de su cuerpo totalmente vestido contra mi piel desnuda, el sonido de su voz ronca y sus largos dedos entrando y saliendo de mí me estaban acercando al precipicio. Subió la otra mano y me pellizcó con fuerza un pezón a través de la fina tela del sujetador y yo gemí con fuerza. Estaba muy cerca.

—Dilo —volvió a gruñir mientras su pulgar subía y bajaba sobre mi clítoris—. No quiero que estés todo el día enfadada conmigo.


Al final me rendí y supliqué:
—Te quiero dentro de mí.


Él dejó escapar un gemido grave y estrangulado y apoyó la frente en mi hombro a la vez que empezaba a moverse más rápido, empujando y moviéndose en círculos.


Tenía las caderas pegadas a mi trasero y su erección frotándose contra mí.


—Oh, Dios —gemí cuando sentí que los músculos se tensaban en lo más profundo de mí, con todos mis sentidos centrados en el placer que estaba a punto de liberarse. 

Y entonces los sonidos rítmicos de nuestros jadeos y gruñidos se vieron interrumpidos de repente por el estridente timbre de un teléfono.


Nos quedamos paralizados al darnos cuenta de dónde estábamos, tirados el uno sobre el otro. El señor Ryan maldijo y se apartó de mí para coger el teléfono de emergencia del ascensor. 

Me di la vuelta, cogí el vestido, me lo puse sobre los hombros y empecé a abrochármelo con manos temblorosas.


—Sí. —Pero qué tranquilo sonaba, ni siquiera se le notaba un poco jadeante.


Nuestras miradas se encontraron, cada una desde un extremo del ascensor—. Sí, ya veo... No, estamos bien... —Se agachó lentamente y recogió mis bragas rotas y olvidadas del suelo del ascensor—. No, simplemente se ha parado. —Escuchó a la persona que había al otro lado mientras frotaba la tela sedosa entre los dedos—. Está bien. —Terminó la conversación y colgó el teléfono.


El ascensor dio una sacudida cuando empezó a ascender de nuevo. Él miró el trozo de encaje que tenía en la mano y después me miró a mí y sonrió burlón, alejándose de la pared y acercándose a donde yo estaba. Colocó una mano a un lado de mi cabeza, se inclinó, pasó la nariz por mi cuello y me susurró:
—Me gusta tanto olerte como tocarte. 

Se me escapó una exclamación ahogada. 

—Y estas —dijo enseñándome las bragas que tenía en la mano— son mías.


El timbre del ascensor sonó cuando nos detuvimos en nuestra planta. Se abrieron las puertas y sin una sola mirada hacia donde yo estaba, se metió la delicada tela rasgada en el bolsillo de la chaqueta del traje y salió del ascensor.