jueves, 12 de junio de 2014

CAPITULO 42



Metí la mano por detrás de ella y cerré la ducha. Ella se apretó contra mí, acercando su cuerpo todo lo que pudo. Yo le cogí la cara y la besé profundamente, con mi lengua deslizándose contra la suya. Sus caderas se movieron contra las mías y abrí la puerta de la ducha, sin dejar de abrazarla mientras salíamos.


No podía dejar de tocarle la piel: por la espalda, sobre la suave curva al final y volviendo a subir por sus costados hasta sus pechos. Necesitaba sentir, saborear cada
centímetro de su piel.


Nuestro beso no se rompió mientras salíamos del baño, tropezando torpemente mientras nos íbamos quitando con desesperación lo que nos quedaba de la ropa. Me quité de una patada los zapatos mojados mientras la llevaba hacia el dormitorio, y ella me acariciaba el estómago en busca de mi cinturón. La ayudé y pronto me liberé también de los pantalones y los bóxer. Acelerado, los aparté a un lado de una patada y aterrizaron un poco más allá en un montoncito húmedo.


Seguí la línea de sus costillas con los nudillos antes de deslizar las manos hacia el cierre de su sujetador, lo solté y prácticamente se lo arranqué del cuerpo.


Acercándola a mí, gemí dentro de su boca cuando sus pezones duros rozaron mi pecho. Las puntas de su cabello húmedo me hacían cosquillas en las manos mientras se las pasaba por la espalda desnuda, y sentí electricidad contra mi piel. 

La habitación estaba a oscuras, la única iluminación venía de la escasa cuña de luz que se escapaba por la puerta del baño y de la luna del cielo nocturno. La parte de atrás de sus rodillas chocó con la cama y yo me dirigí a la última prenda que quedaba entre nosotros. Mi boca subió hasta sus labios y después bajó por su cuello, por ambos pechos y por su torso. Le fui dando breves besos y mordiscos por el estómago y finalmente llegué al encaje blanco que escondía el resto de ella.


Me puse de rodillas delante de ella, levanté la vista y encontré su mirada. Tenía las manos en mi pelo y pasaba los dedos entre los mechones mojados y alborotados.

Estiré la mano y cogí el delicado lazo de seda entre los dedos, tiré y vi cómo se deshacía en su cadera. Una expresión de confusión cruzó su cara mientras yo pasaba los dedos por todo el borde de encaje hasta el otro lado y hacía lo mismo. La tela cayó de su cuerpo sin daños y ella quedó completamente desnuda delante de mí. No las había roto, pero podía estar más que segura de que tenía intención de llevarme esa preciosidad conmigo.


Ella rió; parecía que me había leído la mente.


La empujé un poco para atrás para que quedara sentada en el borde de la cama y, todavía de rodillas delante de ella, le abrí las piernas. Le acaricié la piel sedosa de las pantorrillas y le besé el interior de los muslos y entre las piernas. Su sabor invadió mi boca y se me subió a la cabeza, borrando todo lo demás. Joder, qué cosas me hacía esa mujer.


La empujé otra vez para que se tumbara sobre las sábanas y por fin me acerqué para unirme a ella, pasándole los labios y la lengua por el cuerpo, con sus manos todavía enredadas en mi pelo, guiándome hacia donde ella me necesitaba más. Le metí el pulgar en la boca porque deseaba que me lamiera algo mientras yo ponía mi boca en sus pechos, sus costillas, su mandíbula.


Sus suspiros y gemidos llenaron la habitación y se mezclaron con los míos. Era más difícil de lo que había sido nunca y solo quería enterrarme en ella una y otra vez. 


Alcancé su boca y le saqué mi pulgar húmedo para pasárselo por la mejilla.


Entonces ella tiró de mí y cada centímetro de nuestros cuerpos desnudos quedó alineado.


Nos besamos con pasión, las manos buscando y agarrando, intentando acercarnos todo lo posible. Nuestras caderas se encontraron y mi miembro se deslizó contra su calor húmedo. Cada vez que pasaba sobre su clítoris, ella emitía un gemido. Con un leve movimiento podría estar en lo más profundo de ella. 

Quería eso más que nada en el mundo, pero necesitaba oír algo de ella primero. 

Cuando había dicho mi nombre abajo, había provocado algo dentro de mí. No lo había comprendido del todo todavía, no sabía si significaba algo que no estaba totalmente preparado para explorar, pero sabía que necesitaba oírlo, oír que era a mí a quien quería. Necesitaba saber que, por esa noche, era mía. 

—Joder, me muero por estar dentro de ti ahora mismo —le susurré al oído. Ella se quedó sin aliento pero se le escapó un profundo suspiro entre los labios—. ¿Es eso lo que tú quieres?

—Sí —lloriqueó con la voz suplicante y sus caderas se separaron de la cama buscando las mías. La punta de mi pene rozó su entrada y yo apreté la mandíbula porque quería prolongar aquello. Sus talones me recorrían las piernas arriba y abajo, hasta que al final pararon cuando me rodeó la cintura. Le cogí las dos manos y se las coloqué por encima de la cabeza a la vez que entrelazaba nuestros dedos. 

—Por favor, Pedro —me suplicó—. Estoy a punto de perder la cabeza.

Bajé la cabeza de forma que nuestras frentes se tocaran y finalmente empujé para entrar en su interior.


—Oh, joder —gimió. 

—Dilo otra vez. —Me estaba quedando sin aliento al empezar a moverme para entrar y salir de ella.


—Pedro... ¡joder! 

Quería oírlo una y otra vez. Me puse de rodillas y empecé a empujar hacia su interior con un ritmo más constante. 


Teníamos las manos todavía entrelazadas.


—No voy a tener bastante de esto nunca.


Estaba cerca y necesitaba aguantar. Llevaba separado de ella demasiado tiempo y nada de lo que había en las fantasías que había tenido con ella podía compararse con aquello.


—Te quiero así todos los días —dije contra su piel húmeda—. Así y agachada sobre mi mesa. De rodillas chupándomela. 

—¿Por qué? —dijo con los dientes apretados—. ¿Por qué te encanta hablarme así? Eres un capullo.


Bajé sobre ella otra vez, riéndome contra su cuello.


Nos movimos a la vez sin esfuerzo, una piel cubierta de sudor deslizándose contra otra. Con cada embestida ella elevaba las caderas para encontrarse conmigo y sus piernas, que me rodeaban la cintura, me empujaban más adentro. Estaba tan perdido en ella que pareció que se paraba el tiempo. Teníamos las manos fuertemente agarradas por encima de la cabeza y empezó a apretarme más fuerte. Ella estaba cada vez más cerca, sus gritos eran cada vez más fuertes y mi nombre no dejaba de salir de sus labios, acercándome al abismo.


—Ríndete. —Mi voz era irregular por la desesperación que sentía. Estaba muy cerca pero quería esperarla—. Suéltate, Paula, córrete.


—Oh, Dios, Pedro—gimió—. Dime algo más. —Joder, a mi chica le ponía que le dijera guarradas—. Por favor.


—Estás tan caliente y tan húmeda. Cuando estás cerca —jadeé—, se te enrojece la piel de todo el cuerpo y tu voz se vuelve ronca. Y, joder, no hay nada más perfecto que tu cara cuando te corres.


Ella me apretó con más fuerza con las piernas y sentí que su respiración se aceleraba a la vez que se tensaba a mi alrededor. 

—Esos labios tan retorcidos se abren y se ponen suaves cuando jadeas por mí y cuando me suplicas que te dé placer y, no hay nada mejor que el sonido que haces cuando por fin llegas.


Y eso fue todo lo que hizo falta. Hice las embestidas más profundas, levantándola de la cama con cada empujón. Yo ya estaba justo al borde en ese momento y cuando ella gritó mi nombre no pude contenerme más.


Ella amortiguó sus gritos contra mi cuello mientras sentía que se dejaba ir, apretándose salvajemente debajo de mí (nada en el mundo era tan bueno como aquello, dejar que la espiral fuera creciendo en nuestro interior y después se hiciera pedazos a la vez, los dos juntos) y yo también hice lo mismo.


Después acerqué mi cara a la suya y nuestras narices se tocaron. Nuestras respiraciones seguían siendo rápidas y trabajosas. Tenía la boca seca, me dolían los músculos y estaba agotado. Le solté las manos que estaba agarrando con fuerza y le froté los dedos suavemente, intentando que les volviera la circulación.


—Madre mía —dijo. Todo parecía tan diferente, pero a la vez muy poco definido.


Rodé para apartarme de ella, cerré los ojos e intenté bloquear la maraña de pensamientos que tenía en la cabeza.


A mi lado, ella se estremeció.

—¿Tienes frío? —le pregunté.


—No —respondió negando con la cabeza—. Solo estoy muy abrumada. 

Tiré de ella hacia mí y estiré el brazo para cubrirnos a ambos con las mantas. No quería irme, pero no sabía si estaba invitado a quedarme.


—Yo también.


El silencio cayó sobre nosotros durante varios minutos y me pregunté si se habría quedado dormida. Me moví un poco y me sorprendió oír su voz.


—No te vayas —dijo en dirección a la oscuridad. Agaché la cabeza, le di un beso en la coronilla e inhalé profundamente su olor familiar.


—No me voy a ninguna parte.

CAPITULO 41



Ella se quedó mirándome durante varios dolorosos minutos, claramente luchando consigo misma. Y entonces, con un suave sonido de súplica, levantó los brazos y me atrajo hacia a ella, poniéndose de puntillas para acercarse tanto como fuera posible.


Mis labios eran duros e implacables pero ella no se apartó, apretando sus curvas contra mí. Yo estaba perdido para todo excepto para ella. Nos dimos un golpe con la pared, con la encimera, con la puerta de la ducha, retorciéndonos y tirando el uno del otro en nuestra desesperación. La habitación estaba totalmente llena de vapor para entonces y nada parecía real. Podía olerla, saborearla y sentirla, pero nada de eso parecía suficiente.


Nuestros besos se hicieron más profundos, nuestras caricias más salvajes. Le agarré el trasero, los muslos, subí las manos hasta sus pechos y los acaricié, necesitando notar todas y cada una de las partes de su cuerpo en mis palmas simultáneamente. Ella me empujó contra la pared y repentinamente una calidez cayó por mi hombro y por mi pecho, sacándome de mi ensoñación. Habíamos entrado en la ducha con la ropa todavía puesta. Nos estábamos empapando. 


Pero no nos importó.


Sus manos me recorrían el cuerpo frenéticamente, tirando de la camisa para sacármela de los pantalones. Con las manos temblorosas me la desabrochó, arrancándome algunos botones por las prisas, antes de bajarme la tela mojada por los hombros y tirarla fuera de la ducha.


La seda húmeda de su vestido se le pegaba al cuerpo, acentuando cada curva. Le rocé la tela sobre los pechos y noté los pezones tensos debajo. Ella gimió y puso su mano sobre la mía guiando mis movimientos.


—Dime lo que quieres. —Mi voz sonaba ronca por la necesidad—. Dime qué quieres que te haga.


—No lo sé —susurró contra mi boca—. Solo quiero ver cómo te vas deshaciendo.


Quería decirle que ya podía ver eso ahora y, para ser totalmente sincero, llevaba viéndolo durante semanas, pero me faltaron las palabras al bajarle las manos por los costados y meterlas bajo el vestido. Nos estuvimos provocando con la boca el uno al otro y el sonido de la ducha ahogó nuestros gemidos. Metí las manos dentro de sus bragas y sentí el calor contra mis dedos.


Como necesitaba ver más de ella, saqué los dedos y los llevé al dobladillo de su vestido. Con un solo movimiento se lo levanté y se lo saqué por la cabeza. Me quedé helado al ver lo que había debajo. «Dios Santo.» Estaba intentado matarme.


Di un paso atrás y me apoyé contra la pared de la ducha. 


Ella estaba delante de mí, calada hasta los huesos, con unas bragas de encaje blanco que se ataban a ambos lados de su cadera con un lazo de seda. Tenía los pezones duros y se veían bajo el sujetador a juego y no pude evitar estirar la mano para tocarlos. 

—Joder, eres tan hermosa —dije pasándole las yemas de los dedos por los pechos tensos. Un estremecimiento visible la recorrió y mi mano subió por su cuerpo, por encima de su clavícula, por el cuello y hasta su mandíbula.


Podíamos follar justo allí, húmedos y resbaladizos contra los azulejos y tal vez lo hiciéramos más adelante, pero ahora mismo quería tomarme mi tiempo. Mi corazón se aceleró al pensar que teníamos toda la noche por delante. Nada de apresurarse ni de esconderse. Nada de peleas amargas ni de culpas. 


Teníamos toda la noche para estar solos y me iba a pasar toda la noche con ella... en una cama.