lunes, 9 de junio de 2014

CAPITULO 34



Mi cabeza no estaba funcionando en ese momento. Tenía que enseñarle unas cosas al señor Alfonso antes de que se fuera, tenía unos documentos que tenía que firmar, pero sentía como si estuviera caminando por arenas movedizas, la conversación con mi padre dándome vueltas sin parar en la cabeza. Cuando entré en el despacho del señor Alfonso me quedé mirando los papeles que llevaba en las manos, dándome cuenta de todas las cosas que tenía que organizar ese día: billetes de avión, alguien que se ocupara de mi correo, tal vez la contratación de un trabajador temporal para el tiempo que estuviera fuera. Pero ¿cuánto tiempo iba a estar fuera?


Me di cuenta de que el señor Alfonso estaba comentando algo (en voz alta) en mi dirección. Pero ¿qué estaba diciendo? Apareció en mi visión y oí el final de lo que decía:

—... apenas está prestando atención. Dios, señorita Chaves, ¿es que necesito escribírselo?


—¿Podemos dejar este jueguecito por hoy? —le pregunté cansada.


—El... ¿el qué? 


—Esta rutina de jefe gilipollas.


Él abrió mucho los ojos y frunció el ceño. 

—¿Perdón?

—Me he dado cuenta de que te encanta ser un cabrón de los que hacen historia conmigo, y reconozco que es algo sexy a veces, pero llevo un día terrible y de verdad te agradecería que simplemente te limitaras a no hablarme. A mí. —Estaba a punto de echarme a llorar y sentía una presión dolorosa en el pecho—. Por favor. 

Parecía que alguien le hubiera deslumbrado con unos faros, mirándome fijamente a la vez que parpadeaba. Por fin dijo:

—¿Qué ha pasado? 

Tragué saliva, arrepintiéndome de mi salida de tono. Las cosas siempre iban mejor con él cuando conseguía mantener la compostura.


—He reaccionado mal cuando me ha gritado. Discúlpeme.

Él se levantó y empezó a caminar hacia mí, pero en el último minuto se detuvo y se sentó en la esquina de su mesa, jugueteando incómodo con un pisapapeles de cristal.


—No, quiero decir que ¿por qué llevas un día tan horrible? ¿Qué está pasando? — Su voz era muy suave y nunca le había oído hablar así aparte de en los momentos de sexo. 


Esta vez hablaba en voz baja y no era para mantener en secreto la conversación, parecía realmente preocupado.


No quería hablar con él de aquello porque en parte esperaba que se burlara de mí.


Pero una parte mayor estaba empezando a sospechar que no lo haría. 

—Le han hecho unas pruebas a mi padre. Tenía problemas para comer. 

El señor Alfonso se puso serio. 

—¿Comer? ¿Es una úlcera?


Le expliqué lo que sabía, que era algo que había empezado de repente y que las primeras pruebas mostraban una pequeña masa en el esófago.


—¿Puedes ir a casa? 

Me lo quedé mirando.

—No lo sé. ¿Puedo? 

Él hizo una mueca de dolor y parpadeó. 

—¿Tan cabrón soy en realidad? 

—A veces. —Me arrepentí inmediatamente, porque no,nunca había hecho que me hiciera pensar que me impidiera acompañar a mi padre enfermo. 

Asintió y tragó con dificultad mientras miraba por la ventana. 

—Te puedes tomar todo el tiempo que necesites, por supuesto.


—Gracias. 

Me quedé mirando al suelo, esperando que continuara con la lista de tareas del día. Pero el silencio llenó el despacho. 


Podía ver por el rabillo del ojo que había vuelto a girarse y ahora me miraba.


—¿Estás bien? —dijo en voz tan baja que ni siquiera estaba segura de haberlo oído.


Pensé en mentirle para acabar con aquella conversación tan extraña. Pero en vez de eso le dije:
—La verdad es que no.


Estiró la mano y me la metió entre el pelo.


—Cierra la puerta del despacho —me pidió.


Asentí, un poco decepcionada por que me echara de esa forma.

—Le traeré los contratos del departamento legal...


—Quería decir que cierres la puerta pero que te quedes.Oh.

«Oh.»


Me volví y caminé por la gruesa alfombra en completo silencio. La puerta del despacho se cerró con un sonoro clic. 

—Pon el pestillo.

Giré el pestillo y sentí que se acercaba hasta que noté su respiración cálida en la nuca.


—Déjame tocarte. Déjame hacer algo. 

Él lo había entendido. Sabía lo que podía darme:distracción, alivio, placer ante esa oleada de dolor. Yo no respondí porque sabía que no necesitaba hacerlo. Había ido a cerrar la puerta después de todo.


Pero entonces sentí sus labios apretándose suavemente contra mi hombro y subiendo por mi cuello.


—Hueles... tan bien —me dijo soltándome el vestido donde lo llevaba atado detrás del cuello—. Siempre se me queda tu olor impregnado durante horas.


No dijo si eso era algo bueno o malo y yo me di cuenta de que no me importaba.


Me gustaba que oliera como yo cuando ya no estaba.


Cuando bajó las manos hasta las caderas, me volví para mirarlo y él se inclinó para besarme en un solo movimiento fluido. Esto era diferente. Su boca era suave,casi pidiéndome permiso. No había nada de indecisión en el beso (nunca había nada de indecisión en él), pero ese beso parecía más un gesto de cariño y menos la señal de una batalla perdida. 

Me bajó el vestido por los hombros y cayó al suelo. Él se aparto un poco, dándome solo el espacio para dejar que el aire fresco de la oficina me refrescara su calor de la piel.


—Eres preciosa. 

Antes de que pudiera procesar la forma tan suave en que había dicho esas nuevas palabras, él puso una sonrisita y se inclinó para besarme a la vez que me agarraba las bragas, las retorcía y las rompía. 

Eso ya era habitual.


Bajé las manos hasta sus pantalones, pero él se apartó negando con la cabeza.


Metió la mano entre mis piernas y encontró la piel suave y húmeda. Su respiración se aceleró contra mi mejilla. Sus dedos, no sabía cómo, eran fuertes y a la vez cuidadosos, y le salían palabras sucias con voz profunda: me decía que era preciosa y muy guarra. Me decía que era una tentación y cómo lo hacía sentir.


Me dijo cuántas ganas tenía de oír el sonido que hacía al correrme.


E incluso cuando lo hice, boqueando y agarrando las hombreras de su traje, lo único que podía pensar era en que yo también quería tocarlo. Que quería, igual que él, oírlo perderse en mí. Y eso me aterraba.


Él sacó los dedos, rozando con ellos mi sensible clítoris al hacerlo, y se estremeció involuntariamente.


—Lo siento, lo siento —me susurró en respuesta, besándome la mandíbula, la barbilla, el...


—No lo sientas —le dije apartando la boca de la suya. La repentina intimidad que me ofrecía, además de todo lo que había pasado ese día, era muy desconcertante,demasiado.


Apoyó su frente contra la mía durante unos segundos antes de asentir una sola vez.


Me sentí devastada de repente porque me di cuenta de que siempre había asumido que él tenía todo el poder y yo ninguno, pero en ese momento supe que podía tener tanto poder sobre él como quisiera. Solo tenía que ser lo bastante valiente para ejercerlo. 

—Me iré de la ciudad este fin de semana. Y no sé cuánto tiempo estaré fuera.


—Bueno, entonces vuelva al trabajo mientras aún está aquí, señorita Chaves.

CAPITULO 33



La noche fue un infierno. Apenas dormí ni comí y sufría una erección prácticamente constante desde que salí del restaurante el día anterior. Cuando me dirigí al trabajo,sabía que lo tenía muy crudo. Ella iba a hacer todo lo que pudiera para torturarme y castigarme por haberla mentido; lo enfermizo era que... yo lo estaba deseando. 


Me sorprendió encontrar su mesa vacía cuando llegué. 


«Qué raro», pensé, ella casi nunca llegaba tarde. Entré en mi despacho y empecé a poner las cosas en orden para empezar el día. Quince minutos después estaba hablando por teléfono cuando oí que la puerta exterior se cerraba de un portazo. Bueno, sin duda ella no me iba a decepcionar; oí que se cerraban de golpe cajones y archivadores y supe que iba a ser un día interesante. 

A las diez y cuarto me interrumpió mi intercomunicador. 

—Señor Alfonso —su voz tranquila llenó la habitación y a pesar de su obvia irritación, me vi sonriendo mientras pulsaba el botón para responder. 

—¿Sí, señorita Chaves? —le contesté y oí que la sonrisa se reflejaba en mi tono. 

—Tenemos que estar en la sala de reuniones dentro de quince minutos. Y usted tiene que salir a mediodía para comer con el presidente de Kelly Industries a las doce y media. Leandro lo esperará en el aparcamiento.

—¿Usted no me acompaña? —Parte de mí se preguntó si estaba evitando quedarse a solas conmigo. No sabía muy bien cómo sentirme por eso.


—No, señor. Solo la dirección. —Oí el ruido de papeles mientras ella seguía hablando—. Además, hoy tengo que hacer algunos preparativos para el viaje a San Diego.


—Saldré dentro de un momento —solté el botón y me puse de pie para ajustarme la corbata y la chaqueta.

Cuando salí de mi despacho, mis ojos se posaron en ella inmediatamente. Si tenía alguna duda sobre si me iba a hacer sufrir, se disipó justo en ese momento. Ella estaba inclinada sobre su mesa con un vestido de seda azul que mostraba sus largas piernas delgadas de una forma perfecta. Tenía el pelo recogido sobre la cabeza y cuando se giró hacia mí, vi que llevaba las gafas puestas. ¿Cómo iba a ser capaz de hablar de forma coherente con ella sentada a mi lado?


—¿Listo, señor Alfonso? —Sin esperar respuesta, cogió sus cosas y empezó a caminar por el pasillo. De repente,parecía que sus caderas se movían más. La muy descarada me estaba provocando.


De pie en el ascensor lleno de gente, nuestros cuerpos se vieron apretados el uno contra el otro involuntariamente y yo tuve que reprimir un gemido. Pudo ser mi imaginación, pero me pareció ver el principio de una sonrisa cuando ella rozó «accidentalmente» mi miembro semierecto. Dos veces.


Durante las dos horas siguientes pasé mi propio infierno personal. Cada vez que la miraba, estaba haciendo algo para volverme loco: lanzaba miradas traviesas, se lamía el labio inferior, cruzaba y descruzaba las piernas o se retorcía con aire ausente un mechón con el dedo. Incluso se le cayó un boli y puso la mano despreocupadamente en mi muslo cuando se agachó para recogerlo.


En la comida que tenía después, me sentí a la vez agradecido por librarme del tormento que estaba suponiendo, y desesperado por volver a sufrirlo. Asentí y hablé en los momentos apropiados, pero no estaba realmente allí. Y por supuesto que mi padre fue consciente de que estaba de un humor especialmente silencioso y hosco.


Cuando íbamos de vuelta a la oficina, empezó a sermonearme.


—Durante tres días tú y Paula vais a estar juntos en San Diego sin la pantalla que supone el trabajo de oficina, y no va a haber nadie para meterse entre ambos. Espero que la trates con el máximo respeto. Y antes de que te pongas a la defensiva — añadió levantando ambas manos en cuanto notó que iba a rebatirle—, también he hablado de esto con Paula.

Abrí mucho los ojos y lo miré. ¿Había hablado con la señorita Chaves sobre «mi» conducta profesional?


—Sí, soy consciente de que no eres solo tú —dijo mientras entrábamos en un ascensor vacío—. Ella me ha asegurado que hace todo lo que puede. ¿Por qué crees que, desde el principio, te propuse como su tutor para las prácticas? No tenía ni la más mínima duda de que estaría a la altura de tus expectativas. 

Federico estaba en silencio a su lado, con una sonrisa de suficiencia en la cara.


«Gilipollas.»


Fruncí un poco el ceño al darme cuenta de lo que pasaba: ella había hablando en mi defensa. Podía haberme hecho parecer un déspota sin problema, pero en vez de eso ella había aceptado parte de la culpa.


—Papá, admito que mi relación con ella es poco convencional —empecé, rezando para que no supiera lo cierta que era en realidad esa frase—. Pero te aseguro que eso no interfiere de ninguna forma en mi capacidad para llevar el negocio. No tienes nada de qué preocuparte.


—Bien —dijo mi padre cuando llegamos a mi despacho.


Entré y me encontré a la señorita Chaves al teléfono, de espaldas a la puerta,hablando en un tono casi inaudible.

—Bueno, tengo que dejarte, papá. Tengo que ocuparme de unas cosas y te cuento en cuanto pueda. Duerme un poco, ¿vale? —dijo en voz baja. Tras una breve pausa rió, pero no dijo nada más durante en momento. Ni yo ni los dos hombres que estaban a mi lado nos atrevimos a decir nada—. Yo también te quiero, papá.


Mi estómago se tensó al oír aquellas palabras y la forma en que tembló su voz al decirlas. Cuando se volvió en su silla, se sobresaltó al encontrarnos ahí a los tres.


Empezó a recoger unos papeles que había sobre su mesa rápidamente.


—¿Qué tal ha ido la reunión?


—Perfectamente, como siempre —dijo mi padre—. Tú y Sara habéis hecho un gran trabajo ocupándoos de todo. No sé que harían mis hijos sin vosotras dos.


Ella levantó un poco una ceja y vi que se esforzaba por no mirarme y regodearse. 

Pero entonces su cara mostró una expresión de desconcierto y me di cuenta de que yo estaba sonriéndole de oreja a oreja, esperando ver un poco de su típico descaro. 

De repente puse la mejor cara que pude y me dirigí a mi despacho. Solo entonces me percaté de que no la había visto sonreír ni una sola vez desde que habíamos vuelto y la encontramos hablando por teléfono.