Paula no me contestó al móvil, ni al teléfono de su casa, ni a ningún email de los que le mandé a la cuenta personal que tenía en su archivo. Ni llamó, ni pasó por allí, ni dio ninguna indicación de que quisiera hablar conmigo. Pero cuando sientes que te han abierto en canal el pecho con un pico y no puedes dormir, haces cosas como mirar en su información confidencial la dirección del apartamento de tu asistente, vas hasta allí en el coche un sábado a las cinco de la mañana y esperas a que salga.
Y como no salió del apartamento en un día entero, convencí al guardia de seguridad de que era su primo y estaba preocupado por su salud. Él me acompañó arriba y se quedó detrás de mí cuando llamé a la puerta.
El corazón me latía tan fuerte que parecía que estuviera a punto de salírseme del pecho. Oí que alguien se movía dentro y caminaba hacia la puerta. Podía prácticamente sentir su cuerpo a centímetros del mío, separado por la madera. Una sombra apareció en la mirilla. Y después, silencio.
—Paula.
No abrió la puerta, pero tampoco se apartó.
—Cariño, por favor, abre la puerta. Necesito hablar contigo.
Después de lo que me pareció una hora, dijo:
—No puedo, Pedro.
Apoyé la frente contra la puerta y también las palmas. Tener algún superpoder me habría venido bien en ese momento. Manos que escupían fuego, o la sublimación, o solo la capacidad de encontrar algo adecuado que decir. En ese momento eso me parecía imposible.
—Lo siento.
Silencio.
—Paula... Dios. Lo entiendo, ¿vale? Repróchame que he vuelto a ser un capullo. Dime que me den. Hazlo a tu manera... pero no te vayas.
Silencio. Todavía estaba ahí. Podía sentirla.
—Te echo de menos. Joder que si te hecho de menos. Mucho.
—Pedro... ahora no, ¿vale? No puedo hacer esto.
«¿Estaba llorando?» Odiaba no saberlo.
—Oye, tío. —El guardia de seguridad sonaba como si ese fuera el último lugar en el que quisiera estar y se veía que estaba cabreado porque le había mentido—. Esto no es por lo que dijiste que querías subir. Parece estar bien. Vamos.
Me fui a casa y me bebí una buena cantidad de whisky.
Durante dos semanas estuve jugando al billar en un bar sórdido e ignoré a mi familia. Llamé a la empresa para decir que estaba enfermo y solo salí de la cama para coger de vez en cuando un cuenco de cereales, rellenar el vaso o ir al baño, donde siempre que veía mi reflejo me mostraba el dedo en un gesto grosero. Estaba deprimido, y como nunca antes había experimentado nada como eso, no tenía ni idea de cómo salir de ello.
Mi madre vino con algo de comida y la dejó en la puerta.
Mi padre me dejaba mensajes de voz con las cosas que pasaban en el trabajo.
Nina me trajo más whisky.
Por fin vino Federico, con el único juego de llaves de repuesto de mi casa que había, me tiró agua helada encima y después me pasó un recipiente de comida china. Me comí la comida mientras él me amenazaba con pegar fotos de Paula por toda la casa si no me recuperaba de una vez y volvía al trabajo.
Durante las siguientes semanas Sara supuso que estaba perdiendo la cabeza poco a poco y empezó a pasar para darme informes una vez a la semana. Se mantenía estrictamente profesional, diciéndome cómo le iba a Paula en su nuevo trabajo con Julian. Su proyecto iba bien. Los de Sanders la adoraban. Había hecho una presentación de la campaña a los ejecutivos y le habían dado el visto bueno. Nada de todo aquello me sorprendió. Paula era mucho mejor que todos los que trabajaban allí.
Ocasionalmente Sara dejaba caer algo más. «Ha vuelto al gimnasio», «Tiene mejor aspecto» o «Se ha cortado el pelo un poco más corto, y le queda muy bien» o «Salimos todas el sábado. Creo que se lo pasó bien, pero se fue pronto».«¿Será porque tenía una cita?», me pregunté. Y después descarté esa idea. No me la podía imaginar viendo a otra persona. Sabía cómo había sido lo nuestro y estaba bastante seguro de que Paula tampoco estaba viendo a nadie más.
Esos «informes» nunca eran suficientes. ¿Por qué no podía Sara sacar su teléfono y hacerle unas cuantas fotos? Estaba deseando encontrarme con Paula en una tienda o por la calle. Incluso fui a La Perla un par de veces. Pero no la vi en dos meses.
Un mes vuela cuando te estás enamorando de la mujer con la que antes tenías sexo. Dos son una eternidad cuando la mujer que quieres te deja.
Así que cuando se acercaba la fecha de su presentación y oí en boca de Sara que Paula estaba preparada y que manejaba a Julian con disciplina de hierro, pero que también parecía «un poco más pequeña y menos ella», por fin reuní el valor que necesitaba.
Me senté en mi mesa, abrí PowerPoint y saqué el plan de Papadakis. A mi lado en la mesa, el teléfono sonó. Pensé en no contestar, porque quería centrarme en aquello y solo aquello.
Pero era un número local desconocido y una parte importante de mi cerebro quiso pensar que podría ser Paula.
—Pedro Alfonso.
La risa de una mujer se oyó al otro lado de la línea.
—Mira, guapo, eres un cabrón gilipollas.