miércoles, 28 de mayo de 2014

CAPITULO 5




 
Estaba revisando una hoja de cálculo cuando oí que llamaban a mi puerta. 


—Adelante —dije.


De repente un sobre blanco cayó de golpe en mi mesa. Levanté la vista y vi a la señorita Chaves mirándome con una ceja enarcada insolentemente. Sin decir ni una palabra se dio la vuelta y salió de mi despacho. 

Miré fijamente el sobre con un ataque de pánico. 

Seguramente era una carta formal detallando mi conducta y expresando su intención de ponerme una demanda por acoso. Esperaba un membrete y su firma al final de la página.


Lo que no me esperaba era el recibo de una tienda de ropa de internet... Y cargado en la tarjeta de crédito de la empresa. Me levanté de la silla de un salto y salí corriendo de mi despacho tras ella. Se dirigía hacia las escaleras. Bien. Estábamos en la planta dieciocho y seguramente nadie aparte de ella y yo iba a utilizar esas escaleras. Podía gritarle todo lo que quisiera y nadie se iba a enterar. 

La puerta se cerró con un ruido metálico y sus tacones resonaron bajando los escalones justo delante de mí.

—Señorita Chaves, ¿dónde demonios cree que va? 

Ella siguió andando sin volverse.

—Es la hora del café, así que en mi calidad de «secretaria», que es lo que soy — dijo entre dientes—, voy a la cafetería de la planta catorce a buscarle uno. Usted no puede pasar sin su dosis de cafeína. 

¿Cómo alguien tan sexy podía ser tan arpía a la vez? La alcancé en el rellano entre dos plantas, la agarré del brazo y la empujé contra la pared. Ella entornó los ojos despectivamente y siseó con los dientes apretados. Le puse el recibo delante de la cara y la miré fijamente. 

—¿Qué es esto? 

Ella sacudió la cabeza. 

—¿Sabes? Para ser un pedante sabelotodo a veces eres muy tonto. ¿Tú qué crees? Es un recibo.


—Ya me he dado cuenta —gruñí arrugando el papel. La pinché con una parte puntiaguda del recibo en la delicada piel justo encima de uno de sus pechos; sentí que mi polla se despertaba cuando ella soltó una exclamación ahogada y sus pupilas se dilataron—. ¿Por qué te has comprado ropa y la has cargado a la tarjeta de la empresa?

—Porque un cabrón me hizo jirones la blusa. —Se encogió de hombros y después acercó la cara un poco y susurró—. Y las bragas. 

Joder. 

Inspiré hondo por la nariz y tiré el papel al suelo, me incliné hacia delante y uní mis labios con los de ella mientras enredaba los dedos en su pelo, apretando su cuerpo contra la pared. Mi polla latía contra su abdomen mientras sentía que su mano seguía el mismo camino que la mía y se metía entre mi pelo para agarrármelo con fuerza. 

Le subí el vestido por los muslos y gemí dentro de su boca cuando mis dedos encontraron otra vez el borde de encaje de sus medias hasta el muslo. Lo hacía para atormentarme, seguro. Sentí que me pasaba la lengua sobre los labios mientras yo rozaba con los dedos la tela cálida y húmeda de sus bragas. Las agarré con fuerza y les di un fuerte tirón.


—Pues apunta que tienes que comprarte otras —le dije y después le metí la lengua dentro de la boca. 

Ella gimió profundamente cuando metí dos dedos en su interior. Estaba todavía más húmeda de lo que estaba la noche anterior, si es que eso era posible. «Menuda situación tenemos ahora mismo entre manos.» Ella se apartó de mis labios con una exclamación cuando empecé a follarla con los dedos con fuerza mientras con el pulgar le frotaba con energía y ritmo el clítoris. 

—Sácatela —me dijo—. Necesito sentirte. Ahora. 

Yo entrecerré los ojos, intentando ocultar el efecto que sus palabras tenían en mí.


—Pídamelo por favor, señorita Chaves. 

—Ahora —dijo con mayor urgencia. 

—¿Eso no es un poco exigente? 

Me dedicó una mirada que le habría minado la moral a alguien menos canalla que yo, y no pude evitar reírme. Chaves sabía defender su territorio.


—Tienes suerte. Hoy me siento generoso. 

Me quité todo lo rápido que pude el cinturón, los pantalones y los calzoncillos antes de levantarla a pulso y embestirla. Dios, qué sensación. Mejor que nada. Eso explicaba por qué no podía quitármela de la cabeza. Algo me decía que nunca me iba a hartar de eso.


—Maldita sea —murmuré. 

Ella inspiró con fuerza y sentí que me apretaba. Su respiración se había vuelto irregular. Mordió el hombro de mi chaqueta y me rodeó con una pierna cuando empecé a moverme rápido y fuerte con ella aún contra la pared. En cualquier momento alguien podía aparecer en las escaleras y pillarme follándomela, pero nada podía importarme menos en aquel momento. Necesitaba quitármela de la cabeza cuanto antes. 

Levantó la cabeza y fue mordisqueándome el cuello hasta que atrapó mi labio inferior entre los dientes.


—Cerca —me dijo con voz grave y apretó su pierna alrededor de mi cintura para acercarme y profundizar más—. Estoy cerca. 

«Perfecto.»

Enterré mi cara en su cuello y en su pelo para amortiguar mi gemido al correrme con fuerza y sin avisar dentro de ella, apretándole el trasero con las manos. Y salí antes de que pudiera frotarse más contra mí, dejándola en el suelo sobre sus piernas inestables.

Me miró con la boca abierta y los ojos en llamas. Las escaleras se llenaron de un silencio sepulcral.


—¿En serio? —dijo resoplando sonoramente. Echó la cabeza hacia atrás y golpeó la pared con un ruido seco.

—Gracias, ha sido fantástico. —Me subí los pantalones que tenía a la altura de las rodillas. 

—Eres un cabrón. 

—Creo que eso ya me lo habías dicho —murmuré bajando la vista para subirme la cremallera.
Cuando volví a levantarla, ella se había arreglado el vestido, pero se la veía hermosamente desaliñada, y parte de mí deseó estirar el brazo y deslizar la mano entre sus piernas para hacer que se corriera. Pero una parte de mí aún mayor estaba disfrutando con la furiosa insatisfacción que había en sus ojos.


—El que siembra vientos, recoge tempestades, por así decirlo.

—Qué pena que seas un polvo tan malo —respondió con frialdad. Se volvió para seguir bajando las escaleras, pero se detuvo de repente y se volvió para mirarme—Y qué suerte que esté tomando la píldora. Gracias por preguntar, imbécil. 

La vi desaparecer bajando las escaleras y gruñí mientras regresaba a mi despacho. 

Me dejé caer en la silla con un resoplido y me pasé las manos por el pelo antes de sacar sus bragas rotas de mi bolsillo. Me quedé mirando la seda blanca que tenía entre los dedos durante un momento y después abrí el cajón de mi mesa y las metí dentro junto con las de la noche anterior.

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