El breve viaje de vuelta desde el restaurante fue silencioso y solitario, con la única compañía de mis pensamientos confusos. Crucé el gran vestíbulo del hotel hasta el ascensor y fui como un robot hasta la habitación de Paula antes de recordar que no me iba a quedar con ella. No recordaba cuál era la mía e intenté tres habitaciones de la planta antes de rendirme y preguntar en recepción. Cuando volví me di cuenta de que mi habitación estaba justo al lado de la suya.
Era una imagen gemela de su habitación, pero completamente diferente de formas que no eran evidentes.
Esa ducha no había dejado correr nuestros fingimientos la noche anterior; no habíamos dormido juntos, acurrucados el uno contra el otro, en esta cama. Esas paredes no estaban llenas de los sonidos de los orgasmos que había tenido debajo de mi cuerpo. Esa mesa no se había roto por un polvo rápido a última hora de la mañana.
Miré el teléfono y vi que tenía dos llamadas perdidas de mi hermano. «Genial.»
Normalmente ya habría hablado con mi padre y mi hermano varias veces, para hablarles de las reuniones y los potenciales clientes que había conocido. Pero hasta ahora no había hablado con ninguno de los dos ni una vez. Tenía miedo de que pudieran ver a través de mí y saber que no tenía la cabeza puesta totalmente en esto esta semana.
Eran más de las once y me pregunté si estaría todavía con sus amigas o ya habría vuelto. Tal vez estaba tumbada en la cama, despierta, obsesionándose por las mismas cosas que yo. Sin pensar, cogí el teléfono y marqué el número de su habitación. Sonó cuatro veces antes de que un contestador automático respondiera.
Colgué y la llamé al móvil.
Respondió al primer tono.
—¿Señor Alfonso?
Hice una mueca. Estaba con los otros alumnos; no me iba a llamar Pedro en esa situación.
—Hola. Yo... solo quería asegurarme de que tenías algún medio de transporte para volver a hotel.
Su risa me llegó a través de la línea, amortiguada por el sonido de las voces y el latido de la música muy alta a su alrededor.
—Hay como unos setenta taxis esperando fuera. Cogeré uno cuando acabemos aquí.
—¿Y cuándo será eso?
—Cuando Melissa se acabe esta copa y probablemente nos tomemos otra más. Y cuando Kim decida que ya está harta de bailar con todos los tíos guarros y mujeriegos que hay aquí. Supongo que volveré en algún momento entre ahora y mañana por la mañana antes de las ocho.
—¿Pretendes ser graciosa? —le pregunté mientras sentía que una sonrisa aparecía en mi cara
—Sí.
—Bien —dije exhalando con fuerza—. Mándame un mensaje cuando llegues sana y salva.
Permaneció en silencio un momento y después dijo:
—Lo haré.
Colgué, dejé caer el teléfono a mi lado en la cama y me quedé mirando al suelo durante una hora probablemente. Ni siquiera sabía qué hacer conmigo mismo.
Finalmente me levanté y volví abajo.
Todavía estaba en el vestíbulo cuando ella volvió a las dos de la mañana, con las mejillas enrojecidas y la sonrisa en la cara mientras metía el teléfono en su bolso.
Mi móvil sonó y lo miré.
Ya he vuelto sana y salva.
La vi pasar delante del mostrador de recepción y dirigirse directamente hacia donde yo estaba, sentado cerca de los ascensores. Se paró cuando me vio, con los ojos vidriosos y el traje arrugado. Estoy seguro de que mi pelo era un completo desastre porque había estado muy preocupado.
De repente no tenía ni idea de qué hacía allí esperándola como un marido ansioso. Solo sabía que yo no podía ser el que decidiera que no funcionaría, porque, en el fondo, quería hacer que funcionara.
—¿Pedro? —dijo mirando a su amiga, que se despidió con la mano y se dirigió al ascensor. No me importaba una mierda lo que estuviera pensando su amiga, pero pude sentir su mirada fija en nosotros hasta que llegó el ascensor.
Paula llevaba un diminuto vestido negro y tacones, y yo quise hacer una petición para que ese atuendo se convirtiera en su uniforme hasta que acabara su período de prácticas. Unas tiras muy finas se cruzaban desde sus dedos con las uñas pintadas de rosa hasta sus espinillas. Quería quitarle ese vestido de su cuerpo y follármela allí
mismo en el sofá, agarrándome a esos tacones para guardar el equilibrio.
—Hola —murmuré hipnotizado por la gran cantidad de pierna desnuda que tenía delante de mí.
Ella se acercó y se paró solo a unos centímetros de mí.
—¿Qué haces aquí abajo?
—Esperar.
Me esforcé por ocultar cuánto me afectaba ella, cómo mis pensamientos actuales apenas podían separarse de la fantasía de tener mis manos entre su pelo, de la forma en que podía cubrirle los pequeños pezones rosas totalmente con mi pulgar o de cómo su clítoris era la parte más suave de cualquier cuerpo que hubiera tocado nunca.
Quería saborearla de los dedos de los pies a los lóbulos de las orejas,contándole en el proceso todos los pensamientos que me surgieran.
—¿Estás borracho?
Negué con la cabeza. «No de la forma que tú crees.»
—Alguien se fijó en que te miraba antes.
—Lo sé. —Ella acercó la mano y me pasó los dedos por el pelo—. Vi tu cara durante la charla.
—Me entró el pánico.
Paula no respondió; solo se rió con un sonido suave y ronco.
—No me preocupo por mí, sino por ti.
La oí inhalar bruscamente y sentí que sus dedos me tiraban del pelo. Cuando la miré a la cara, parecía desconcertada.
¿Cómo podía no saber lo encaprichado que estaba a esas alturas? Estaba seguro de que podía verlo cada vez que la miraba. Como siempre, quería agarrarle el trasero y darle un azote cada vez que hiciera cualquier ruido. Tirarle del pelo cuando me corriera. Darle otro mordisco en el pecho. Rozarle con los dientes toda la espalda.
Darle un pellizco en la parte de atrás del muslo y después calmarle el dolor con la más suave de las caricias.
Pero también quería verla dormir, y despertarse y mirarme y deducir sus sentimientos por sus reacciones espontáneas.
Estaba empezando a darme cuenta que no era solo sexo y que no estaba logrando sacarla de mi sistema. El sexo era la ruta más rápida para la clase de posesión que necesitaba.
Pero me estaba enamorando de ella, demasiado rápida e intensamente como para encontrar algo a lo que agarrarme por si acaso.
Y era aterrador.
Decidí decirle la verdad.
—Necesito otra noche.
Ella inspiró hondo y me miró, y solo cuando lo hizo se me ocurrió que ella podía estar sintiendo algo muy diferente a lo que sentía yo.
—Dime que no si no quieres. Es que... —Me pasé una mano por el pelo y levanté la vista para mirarla—. Es que me gustaría mucho estar contigo otra vez esta noche.
—Ansioso, ¿eh?
—No te haces una idea.
Arriba, en su habitación, entre las sábanas y enredado a su cuerpo tenso y dulce que me rodeaba y me apretaba, todo lo demás desapareció a mi alrededor. Su olor y sus sonidos me nublaban el cerebro y hacían que mis embestidas fueran fuertes y erráticas. Ella estaba empapada, toda ella: su piel por fuera y su carne por dentro, toda resbaladiza y atrayéndome más adentro. Tenía las piernas abrazadas a mi cadera y me obligó a ponerme boca arriba con una risa, montándome con la espalda arqueada y la cabeza caída hacia atrás, los dedos hundidos en mi abdomen para sujetarse a mí. Su piel brillaba y me senté debajo de ella porque necesitaba sentir cómo se deslizaba su pecho contra el mío cuando se movía y se restregaba contra mí.
Volví a ponerme encima, abalanzándome sobre ella una vez más, esta vez con sus piernas en mis hombros y la boca temblando mientras luchaba por encontrar algo que decir.
Me clavó las uñas en la espalda y yo solté el aire entre los dientes apretados mientras le decía «sí» y «más» porque quería que me marcara que me dejara algo que siguiera estando allí al día siguiente.
Ella se corrió una vez y luego otra y después otra más y yo la tiré del pelo, que tenía alborotado e indómito. Caí sobre ella, enganchando palabras de forma incoherente cuando me corrí, intentando decirle lo que los dos ya sabíamos: que todo lo que pasara fuera de esa habitación era irrelevante.