sábado, 31 de mayo de 2014

CAPITULO 14



El resto de la noche consistió en más conversación sobre que necesitaba ser más simpático con la señorita Chaves y lo genial que todos pensaban que era y cuánto le iba a gustar a ella el hijo de la mejor amiga de mi madre, Javier. 


Se me había olvidado por completo Javier. Estaba bastante bien, tenía que reconocerlo. Excepto porque jugó a las Barbies con su hermana pequeña hasta que tuvo catorce años, y lloró como un bebé cuando le di con una pelota de béisbol en la espinilla cuando teníamos quince años.


Chaves se lo iba a comer vivo.


Me reí para mis adentros solo de pensarlo.


También hablamos de las reuniones que teníamos planeadas para esa semana. 


Había una importante el jueves por la tarde y yo iba a acompañar a mi padre y mi hermano. Sabía que la señorita Chaves ya lo tenía todo planeado y listo para entonces.


Por mucho que odiara admitirlo, ella siempre iba dos pasos por delante y anticipaba cualquier cosa que necesitara. 


Me fui tras hacer la promesa de que haría todo lo posible para convencerla de que viniera, aunque para ser sinceros no sabía cuándo iba a poder verla en los próximos días. 


Tenía reuniones y citas por toda la ciudad, y dudaba de que, en los breves momentos que estuviera en la oficina, tuviera algo que mereciera la pena decirle.



Mirando por la ventanilla mientras bajábamos lentamente por South Michigan Avenue la tarde siguiente, me pregunté si sería posible que mi día mejorara. Odiaba verme atrapado en el tráfico. El despacho estaba solo a unas manzanas y estaba considerando seriamente decirle al conductor que parara el coche para poder salir e ir andando. Ya eran más de las cuatro y solo habíamos avanzado tres manzanas en
veinte minutos. Perfecto. Cerré los ojos y apoyé la cabeza en el asiento mientras recordaba la reunión que acababa de tener.


No había nada en particular que hubiera ido mal: de hecho, era más bien al contrario. A los clientes les habían encantado nuestras propuestas y todo había ido como la seda. Pero no podía evitar estar de un humor de perros. 

Federico se había ocupado de decirme cada quince minutos durante las tres últimas horas que me estaba comportando como un adolescente malhumorado y para cuando acabamos de firmar los contratos solo quería matarlo. No hacía más que preguntarme cada vez que podía qué demonios me pasaba y francamente, supongo que era lo normal. Yo mismo tenía que admitir que había estado imposible el último par de días. Y eso, teniendo en cuenta que hablábamos de mí, era algo extraordinario. Como era propio de Federico, cuando ya se iba a casa declaró que lo  
que me hacía falta era echar un polvo.


Si él supiera...


Solo había pasado un día. Solo un día desde que lo del ascensor me dejó excitadísimo y con un deseo insoportable de tocar cada centímetro de su piel. Por cómo estaba actuando, cualquiera pensaría que yo no había tenido sexo en seis meses. Pero no, apenas había pasado dos días sin tocarla y ya parecía un lunático.


El coche se paró de nuevo y yo estuve a punto de gritar. El conductor bajó la mampara de separación y me miró con una sonrisa de disculpa.


—Lo siento, señor Alfonso. Seguro que se está volviendo loco ahí atrás. Solo estamos a cuatro manzanas. ¿Cree que preferiría caminar? —Miré por el cristal tintado de las ventanillas y vi que acabábamos de pararnos justo en la acera contraria a la de la tienda de La Perla—. Puedo pararme justo...


Yo ya había salido del coche antes de que tuviera oportunidad de acabar la frase.


De pie en la acera, esperando para cruzar, se me ocurrió que no tenía ni idea de qué sentido tenía entrar en aquella tienda. ¿Qué planeaba hacer? ¿Le iba a comprar algo o solo me estaba torturando?


Entré y me paré delante de una mesa alargada cubierta de lencería con volantes.


Los suelos eran de una cálida madera de color miel y en los techos estaban dispuestos unos focos largos y cilíndricos, reunidos en grupos a lo largo de todo la sala. La iluminación tenue se extendía por todo el espacio creando un ambiente suave e íntimo, iluminando las mesas y los expositores de lencería cara. Algo en el delicado encaje y la seda me devolvió un deseo por ella que ya me era demasiado familiar.


Pasé los dedos por la mesa que había cerca de la entrada de la tienda y me di cuenta de que ya había captado la atención de una de las dependientas. Una rubia alta se dirigió hacia mí.


—Bienvenido a La Perla —me dijo levantando la vista para mirarme. Parecía una leona mirando un buen filete. Se me ocurrió que una mujer que trabajaba en eso debía de saber cuánto había pagado por mi traje y que mis gemelos eran de diamantes auténticos. En sus ojos prácticamente habían aparecido signos de dólar parpadeantes—. ¿Puedo ayudarle en algo? ¿Está buscando un regalo para su esposa? ¿O para su novia tal vez? —añadió con un tono de flirteo en la voz.


—No, gracias —le respondí y de repente me sentí ridículo por estar ahí—. Solo estoy mirando.


—Bueno, si cambia de idea, dígamelo —me dijo con un guiño antes de girarse y volver al mostrador. La vi alejarse y me enfadé inmediatamente porque ni siquiera se me había pasado por la cabeza conseguir su número de teléfono. 


Joder. No era un mujeriego empedernido, pero una mujer guapa en una tienda de lencería (de entre todos los sitios posibles) acaba de flirtear conmigo y a mí ni se me había ocurrido flirtear también con ella. Pero ¿qué demonios me estaba pasando?


Estaba a punto de girarme para salir cuando algo me llamó la atención. Dejé deslizar los dedos por el encaje negro de un liguero que colgaba de un expositor. No me había dado cuenta de que las mujeres se ponían realmente esas cosas en otros lugares que no fueran las fotos de las páginas de Playboy hasta que empecé a trabajar con «ella». Recordé una reunión el primer mes que trabajábamos juntos.

Había cruzado las piernas por debajo de la mesa y la falda se le había subido lo justo para que quedara al descubierto la delicada cinta blanca con la que se sujetaba la media. Era la primera vez que veía una prueba de su afición por la lencería, pero no era la primera vez que me pasaba la hora de la comida masturbándome en mi oficina pensando en ella. 

—¿Has visto algo que te guste?


Me giré, sorprendido de oír aquella voz familiar detrás de mí.
«Mierda.»


La señorita Chaves.


Pero nunca la había visto así antes. Se la veía tan elegante como siempre, pero iba vestida completamente informal. 


Llevaba unos vaqueros oscuros y ajustados y una camiseta de tirantes roja. Llevaba el pelo en una coleta muy sexy y sin el maquillaje ni las gafas que siempre llevaba en la oficina no parecía tener más de veinte.


—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —me preguntó y la falsa sonrisa desapareció de su cara.


—¿Y por qué iba a ser eso asunto tuyo?


—Solo sentía curiosidad. ¿No tienes suficientes piezas de mi lencería que has pensado en empezar una colección propia? —Me miró fijamente señalando el liguero que todavía tenía en las manos.


Lo solté rápidamente.


—No, no, yo...


—De todas formas, ¿qué haces con ellas exactamente? ¿Las tienes guardadas en alguna parte como una especie de recordatorio de tus conquistas? —Cruzó los brazos, lo que hizo que se le juntaran los pechos.


Mi mirada se fue directamente a su escote y mi miembro se despertó dentro de los pantalones.


—Dios —dije negando con la cabeza—. ¿Por qué tienes que ser tan desagradable todo el tiempo? —Podía sentir la adrenalina corriendo por mis venas, los músculos que se tensaban mientras empezaba literalmente a estremecerme de lujuria y de rabia. 

—Supongo que tú sacas lo mejor de mí —me dijo. Estaba un poco inclinada hacia delante y su pecho casi tocaba el mío. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que habíamos llamado la atención de las otras personas que había en la tienda.


—Mira —le dije intentando recomponerme un poco—, ¿por qué no te calmas y bajas la voz? —Sabía que teníamos que salir de allí pronto, antes de que ocurriera algo. Por alguna enfermiza razón, mis discusiones con aquella mujer siempre acababan con sus bragas en mi bolsillo—. De todas formas, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Por qué no estás en el trabajo?

Ella puso los ojos en blanco.


—Llevo trabajando para ti casi un año, por lo que creo que deberías recordar que tengo que ir a ver a mi tutor una vez cada dos semanas. Acabo de salir y quería hacer unas compras. Tal vez deberías ponerme una tobillera de seguimiento para poder tenerme vigilada todo el tiempo. 
Pero bueno, la verdad es que has conseguido encontrarme aquí y eso que no llevo una. 

La miré fijamente intentando encontrar algo que decirle.


—Siempre eres tan irritante conmigo... 

«Muy bien, Pedro. Esa ha sido buena.»


—Ven conmigo —me dijo, me agarró del brazo y me arrastró hasta la parte de atrás de la tienda. Giramos una esquina y entramos en un probador. Obviamente se había pasado allí un buen rato; había pilas de lencería en las sillas y los colgadores,todas ellas llenas de encajes indefinibles. Sonaba música a través de unos altavoces encastrados en el techo y yo me alegré de no tener que preocuparme de hablar en voz baja mientras la estrangulara.

CAPITULO 13



Por fin solo, volví a entrar en mi despacho y me dejé caer en mi silla. Vale, tal vez estaba un poco de los nervios.


Metí la mano en el bolsillo y saqué lo que quedaba de su ropa interior. Estaba a punto de meterla en el cajón con las otras, cuando me fijé en la etiqueta: «Agent Provocateur». 


Se había gastado un dineral en esas. Eso encendió mi curiosidad y abrí el cajón para mirar las otras. La Perla. 


Maldita sea, esa mujer iba realmente en serio con su ropa interior. Tal vez debería pararme en la tienda de La Perla del centro en algún momento para ver por curiosidad cuánto le estaba costando a ella mi pequeña colección. Me pasé la mano libre por el pelo, las volví a meter en el cajón y lo cerré.


Estaba oficialmente perdiendo la cabeza.



Por mucho que lo intenté, no pude concentrarme en todo el día. Incluso tras una carrera enérgica a la hora de comer, no pude conseguir que mi mente se apartara de lo que había pasado esa mañana. Hacia las tres supe que tenía que salir de allí. 

Llegué al ascensor, solté un gruñido y opté por las escaleras. Justo entonces me di cuenta de que eso era un error todavía peor. Bajé corriendo los dieciocho pisos.


Cuando aparqué delante de la casa de mis padres esa noche, sentí que parte de mi tensión se desvanecía. Al entrar en la cocina me vi inmediatamente envuelto por el olor familiar de la cocina de mamá y la charla alegre de mis padres que llegaba desde el comedor.


—Pedro—me saludó cantarinamente mi madre cuando entré en la habitación.


Me agaché, le di un beso en la mejilla y dejé durante un momento que intentara arreglarme el pelo rebelde. Después le aparté los dedos, le cogí un cuenco grande de las manos y lo coloqué en la mesa, cogiendo una zanahoria como recompensa.

—¿Dónde está Federico? —pregunté mirando hacia el salón.


—Todavía no han llegado —respondió mi padre mientras entraba. Federico ya era un tardón, pero si le añadíamos a su mujer y su hija tendríamos suerte si al menos conseguían llegar. Fui hasta el bar para ponerle a mi madre un martini seco.


Veinte minutos después llegaron ecos de caos desde el vestíbulo y salí para recibirlos. Un cuerpecito pequeño e inestable con una sonrisa llena de dientes se lanzó contra mis rodillas. 

—¡Pedrito! —chilló la niña.


Cogí a Sofia en el aire y le llené las mejillas de besos.


—Dios, eres patético —gruñó Federico pasando a mi lado.

—Oh, como si tú fueras mucho mejor.


—Los dos deberíais cerrar la boca, si a alguien le importa mi opinión —dijo Nina, siguiendo a su marido hacia el comedor.

Sofia era la primera nieta y la princesa de la familia. Como era habitual, ella prefirió sentarse en mi regazo durante la cena y yo intenté evitarla para poder comer,haciendo todo lo posible para no sufrir su «ayuda». Sin duda me tenía comiendo de su mano.


—Pedro, quería decirte una cosa —empezó mi madre pasándome la botella de vino—, ¿podrías invitar a Paula a cenar la semana que viene y hacer todo lo posible para convencerla de que venga?


Solté un gruñido como respuesta y recibí una patada en la espinilla por parte de mi padre.


—Dios. ¿Por qué insistís todos tanto en que venga? —pregunté.


Mi madre se irguió con su mejor expresión de madre indignada.


—Esta ciudad no es la suya y...


—Mamá —la interrumpí—, lleva viviendo aquí desde la universidad. Tiene veintiséis años. Esta ciudad ya es bastante suya. 

—La verdad, Pedro, es que tienes razón —respondió ella con un tono extraño en su voz—. Ella vino aquí para estudiar, se licenció suma cum laude, trabajó con tu padre unos años antes de pasar a tu departamento y ser la mejor empleada que has tenido nunca... Y todo ello mientras iba a clases nocturnas para sacarse la carrera.
Creo que Paula es una chica increíble, así que hay alguien a quien quiero que conozca.


Mi tenedor se quedó congelado en el aire cuando comprendí lo que acababa de decir. ¿Mamá quería emparejarla con alguien? Intenté revisar mentalmente todos los hombres solteros que conocíamos y tuve que descartarlos a todos inmediatamente:
«Brad: demasiado bajo. Damian: se tira a todo lo que se mueve. Kyle: gay. Scott: tonto». Qué raro era aquello. Sentí una presión en el pecho, pero no estaba seguro de lo que era. Si tenía que definirlo diría que era... ¿enfado?


¿Y por qué me iba a enfadar que mi madre quisiera emparejarla con alguien?


«Pues probablemente porque te estás acostando con ella, idiota.» Bueno,acostándome con ella no follándomela. Vale, me la había follado... dos veces. 

«Follándomela» implicaba una intención de continuar.


También le había metido mano un poco en el ascensor y estaba atesorando sus bragas rotas en el cajón de mi mesa.
«Pervertido.» 

Me froté la cara con las manos.


—Vale. Hablaré con ella. Pero no te ilusiones mucho. No tiene el más mínimo encanto, así que te costará salirte con la tuya.


—¿Sabes, Pedro? —dijo mi hermano—. Creo que todo el mundo estaría de acuerdo en decir que tú eres el único que tiene problemas en el trato con ella. 

Miré alrededor de la mesa y fruncí el ceño al ver que todas las cabezas asentían,dando la razón al imbécil de mi hermano.