Me desperté cuando alguien me arrancó la almohada de debajo de la cabeza y Paula murmuró algo incoherente sobre espinacas y perritos calientes.
Estaba hablando en sueños aquella inquieta acaparadora de la cama.
Le pasé una mano ansiosa por el trasero antes de volverme para mirar el reloj.
Solo eran un poco más de las cinco de la mañana, pero sabía que teníamos que levantarnos pronto para poder llegar al vuelo de las ocho. Por mucho que odiara dejar nuestro pequeño y feliz antro de perversión, no había trabajado nada mientras estábamos allí y estaba empezando a sentirme cada vez más culpable por la carrera que había dejado a un lado. Durante la última década, mi trabajo había sido mi vida, y aunque cada vez estaba más cómodo con el devastador efecto que Paula tenía sobre mi equilibrio, tenía que volver a centrarme. Era hora de volver a casa,recuperar mi papel de jefe y triunfar de nuevo.
El sol de primera hora de la mañana se filtraba por la ventana e inundaba su piel pálida con una luz azul grisáceo.
Estaba tumbada de costado y enroscada, de cara a mí, con el pelo oscuro enmarañado sobre la almohada que tenía detrás de ella y la mayor parte de la cara oculta por mi almohada.
Podía entender sus dudas a la hora de decidir cómo iba a funcionar nuestra relación cuando volviéramos a la realidad. La burbuja de San Diego había sido fantástica, en parte porque allí no se daban ninguno de los aspectos que hacían que nuestra relación fuera complicada: su trabajo en Alfonso Media, mi papel en el negocio familiar, su beca, nuestras actitudes independientes que chocaban. Aunque quería
presionarla para definir lo que había entre nosotros y establecer expectativas para que no nos hundiéramos, su enfoque, más a favor de ir probando, era probablemente el correcto.
No nos habíamos molestado en recoger las mantas y volverlas a poner en la cama después de haberlas tirado al suelo la noche anterior, así que tuve la oportunidad de
quedarme mirando su cuerpo desnudo. Sin duda podía acostumbrarme a despertarme con esa mujer en mi cama.
Pero por desgracia no teníamos una mañana libre por delante. Intenté despertarla poniéndole la mano en el hombro, después le di un beso en el cuello y por fin un fuerte pellizco en el trasero.
Ella estiró la mano y me dio un cachetazo fuerte en el brazo antes de que me diera tiempo de apartarme. Y eso que no estaba seguro de que estuviera despierta del todo.
—Gilipollas.
—Deberíamos levantarnos y ponernos en marcha. Tenemos que estar en el aeropuerto dentro de poco más de una hora.
Paula se movió y me miró, con las arrugas de la almohada marcadas en la cara y los ojos desenfocados. No se molestó en cubrirse el cuerpo como lo había hecho la primera mañana, pero la sonrisa que mostraba no era radiante.
—Vale —dijo, se sentó, bebió un poco de agua y me dio un beso en el hombro antes de salir de la cama.
Observé su cuerpo desnudo mientras caminaba hacia el baño, pero ella no me miró. No necesitaba exactamente un polvo mañanero rápido, pero no me habría importado una sesión de caricias o una charla todavía tumbados en la cama.
«Creo que no debería haberle pellizcado el trasero.»
Cuando terminé de recoger mis cosas, todavía no había salido, así que me acerqué y llamé a la puerta del baño.
—Voy a mi habitación a ducharme y hacer la maleta.
Ella se quedó en silencio unos segundos.
—Vale.
—¿No me puedes decir algo más que «vale»?
Su risa me llegó desde el otro lado de la puerta.
—Creo que antes te he llamado «gilipollas».
Sonreí.
Pero cuando abrí la puerta para marcharme, ella abrió la puerta del baño y salió para caer directamente en mis brazos, rodeándome con su cuerpo y apretando la cara contra mi cuello. Todavía estaba desnuda y cuando levantó la vista, sus ojos parecían un poco enrojecidos.
—Lo siento —dijo besándome la mandíbula antes de acercar la cara para darme un beso largo y profundo—. Es que me pongo nerviosa antes de volar.
Se volvió y entró en el baño antes de que pudiera mirarla a los ojos para averiguar si me estaba diciendo la verdad.