miércoles, 18 de junio de 2014

CAPITULO 56



Me desperté cuando alguien me arrancó la almohada de debajo de la cabeza y Paula murmuró algo incoherente sobre espinacas y perritos calientes.


Estaba hablando en sueños aquella inquieta acaparadora de la cama. 


Le pasé una mano ansiosa por el trasero antes de volverme para mirar el reloj. 


Solo eran un poco más de las cinco de la mañana, pero sabía que teníamos que levantarnos pronto para poder llegar al vuelo de las ocho. Por mucho que odiara dejar nuestro pequeño y feliz antro de perversión, no había trabajado nada mientras estábamos allí y estaba empezando a sentirme cada vez más culpable por la carrera que había dejado a un lado. Durante la última década, mi trabajo había sido mi vida, y aunque cada vez estaba más cómodo con el devastador efecto que Paula tenía sobre mi equilibrio, tenía que volver a centrarme. Era hora de volver a casa,recuperar mi papel de jefe y triunfar de nuevo.


El sol de primera hora de la mañana se filtraba por la ventana e inundaba su piel pálida con una luz azul grisáceo. 


Estaba tumbada de costado y enroscada, de cara a mí, con el pelo oscuro enmarañado sobre la almohada que tenía detrás de ella y la mayor parte de la cara oculta por mi almohada.


Podía entender sus dudas a la hora de decidir cómo iba a funcionar nuestra relación cuando volviéramos a la realidad. La burbuja de San Diego había sido fantástica, en parte porque allí no se daban ninguno de los aspectos que hacían que nuestra relación fuera complicada: su trabajo en Alfonso Media, mi papel en el negocio familiar, su beca, nuestras actitudes independientes que chocaban. Aunque quería
presionarla para definir lo que había entre nosotros y establecer expectativas para que no nos hundiéramos, su enfoque, más a favor de ir probando, era probablemente el correcto.

No nos habíamos molestado en recoger las mantas y volverlas a poner en la cama después de haberlas tirado al suelo la noche anterior, así que tuve la oportunidad de
quedarme mirando su cuerpo desnudo. Sin duda podía acostumbrarme a despertarme con esa mujer en mi cama. 

Pero por desgracia no teníamos una mañana libre por delante. Intenté despertarla poniéndole la mano en el hombro, después le di un beso en el cuello y por fin un fuerte pellizco en el trasero. 

Ella estiró la mano y me dio un cachetazo fuerte en el brazo antes de que me diera tiempo de apartarme. Y eso que no estaba seguro de que estuviera despierta del todo.


—Gilipollas. 

—Deberíamos levantarnos y ponernos en marcha. Tenemos que estar en el aeropuerto dentro de poco más de una hora. 

Paula se movió y me miró, con las arrugas de la almohada marcadas en la cara y los ojos desenfocados. No se molestó en cubrirse el cuerpo como lo había hecho la primera mañana, pero la sonrisa que mostraba no era radiante.

—Vale —dijo, se sentó, bebió un poco de agua y me dio un beso en el hombro antes de salir de la cama.


Observé su cuerpo desnudo mientras caminaba hacia el baño, pero ella no me miró. No necesitaba exactamente un polvo mañanero rápido, pero no me habría importado una sesión de caricias o una charla todavía tumbados en la cama.


«Creo que no debería haberle pellizcado el trasero.» 

Cuando terminé de recoger mis cosas, todavía no había salido, así que me acerqué y llamé a la puerta del baño.


—Voy a mi habitación a ducharme y hacer la maleta.


Ella se quedó en silencio unos segundos.


—Vale.


—¿No me puedes decir algo más que «vale»?


Su risa me llegó desde el otro lado de la puerta.


—Creo que antes te he llamado «gilipollas».


Sonreí. 

Pero cuando abrí la puerta para marcharme, ella abrió la puerta del baño y salió para caer directamente en mis brazos, rodeándome con su cuerpo y apretando la cara contra mi cuello. Todavía estaba desnuda y cuando levantó la vista, sus ojos parecían un poco enrojecidos.


—Lo siento —dijo besándome la mandíbula antes de acercar la cara para darme un beso largo y profundo—. Es que me pongo nerviosa antes de volar. 

Se volvió y entró en el baño antes de que pudiera mirarla a los ojos para averiguar si me estaba diciendo la verdad.

CAPITULO 55



Tenía experiencia con negociaciones, negativas y regateos, pero ahí estaba, en la desconocida posición de haber puesto todas mis fichas en juego, pero como se trataba de Paula, no me importaba. En ese caso yo iba con todo. 


—¿Tienes ganas de llegar a casa? Han sido casi tres semanas fuera. 


Ella se encogió de hombros mientras tiraba de mis bóxer sin la más mínima ceremonia y me envolvía con su cálida mano con una familiaridad que hacía que se me despertaran lugares hasta entonces desconocidos.


—Me lo estoy pasando bastante bien aquí, ¿sabes?


Yo me fui demorando en cada botón de la blusa, besándole cada centímetro de piel cuando se mostraba ante mí.


—¿Cuánto tiempo tenemos para jugar antes de nuestro vuelo?


—Trece horas —me dijo sin mirar el reloj. La respuesta había sido muy rápida y por la forma en que sentí su piel cuando metí dos dedos bajo su ropa interior, no parecía que estuviera deseando dejar esa habitación de hotel pronto. 


Le rocé los muslos con los dedos, jugué con su lengua y me froté contra su pierna hasta que sentí que se arqueaba hacia mí. Me rodeó la cintura con las piernas y extendió las manos sobre mi pecho mientras yo bajaba la mano para ayudarme a entrar en su interior, decidido a hacerla correrse tantas veces como pudiera antes de que saliera el sol.


Para mí no había nada más en el mundo que su piel suave y resbaladiza y el cálido aire que proyectaban sus gemidos en mi cuello. Una y otra vez me moví encima de ella, enmudecido por mi propia necesidad, perdido en ella. Sus caderas se movían al mismo ritmo que las mías y levantaba la espalda para apretar sus pechos contra mí.


Quería decirle: «Esto, lo que tenemos, y es lo más increíble que he sentido en toda mi vida. ¿Tú lo sientes también?».


Pero no tenía palabras. Solo instinto y deseo y el sabor de ella en mi lengua y el recuerdo de su risa resonando en mis oídos. Quería que ese sonido no dejara de reproducirse. Lo quería todo de ella: ser su amante, su compañero para las peleas y su amigo. En esa cama podía serlo todo.


—No sé cómo hacer esto —dijo en un momento extraño; a punto de llegar al orgasmo y aferrándose a mí tan fuerte que creí que me iba a dejar cardenales. Pero supe a lo que se refería porque era algo doloroso estar tan lleno de esa necesidad y no tener ni idea de cómo iban a salir las cosas. 


La quería de una forma que me hacía sentir como si en cada segundo estuviera saciado y a la vez muerto de hambre... y mi cerebro no sabía que hacer con todo aquello. En vez de responderle o decirle lo que pensaba que podíamos hacer, le besé el cuello, apreté los dedos sobre la suave piel de su cadera y le dije:
—Yo tampoco, pero no estoy preparado para dejarlo pasar tan pronto.


—Me siento tan bien... —Susurró contra mi garganta y yo gruñí en una agonía silenciosa, evidentemente incapaz de lograr encontrar algo coherente como respuesta.


Tenía miedo de acabar aullando.


La besé.


La empujé aún más contra el colchón.


Ese éxtasis desgarrador siguió durante mucho tiempo. Su cuerpo se elevaba para encontrarse con el mío y su boca, húmeda, ávida y dulce, no dejaba de morderme.

CAPITULO 54



Bajé al salón del congreso durante unas cuantas horas para que pudiera dormir un poco más. Él opuso mucha resistencia, pero me di cuenta de que incluso medio polo de lima hacía que se sintiera mareado y adquiriera un tono de verde similar al del helado. Además, en este congreso en concreto, él no podía dar diez pasos sin que alguien le parara, le alabara o le diera un discurso. Ni aunque hubiera estado sano habría conseguido llegar a ver nada que mereciera la pena el tiempo que le iba a dedicar de todas formas.


Cuando volví a la habitación estaba despatarrado en el sofá en una postura muy poco atractiva, sin camisa y con la mano metida por la parte delantera de los bóxer. 

Había algo muy cotidiano en la forma en que estaba sentado, aburrido y viendo la televisión. Agradecí recordar que ese hombre era, en algunos aspectos, solo un hombre. 
Nada más que una persona que iba buscándose la vida por el planeta sin pasar cada segundo del día poniéndolo patas arriba.

Y en alguna parte de esa epifanía en que Pedro no era más que Pedro, estaba enterrada una salvaje necesidad de que hubiera una oportunidad de que se estuviera convirtiendo en «mi nada más que Pedro» y durante un segundo deseé eso más de lo que creía haber deseado nada nunca.


Una mujer con un pelo esplendorosamente brillante agitó la cabeza y nos sonrió desde la pantalla del televisor. Me dejé caer en el sofá a su lado.


—¿Qué estás viendo?


—Un anuncio de champú —me respondió sacándose la mano de los calzoncillos para acercármela. Comencé a decir algo sobre microbios, pero me callé cuando empezó a masajearme los dedos—. Pero están poniendo Clerks.


—Es una de mis películas favoritas —le dije. 

—Lo sé. Hablabas de ella el día que te conocí.


—La verdad es que la cita era de Clerks II —aclaré y después me detuve—. Un momento, ¿te acuerdas de eso? 

—Claro que me acuerdo. Sonabas como un universitario grosero pero con la pinta de una modelo. ¿Qué hombre podría olvidar eso?


—Habría dado cualquier cosa por saber qué pensaste en aquel momento. 

—Estaba pensando: «Oh, una becaria muy follable a las doce en punto. Descanse, soldado. Repito: ¡descanse!». 

Me reí y me apoyé contra su hombro. 

—Dios, el momento en que nos conocimos fue terrible.


Él no dijo nada pero no dejó de pasarme el pulgar por los dedos, presionando primero y acariciando después. Nunca me habían dado un masaje en las manos antes e incluso aunque él intentara convertirlo en una sesión de sexo oral, sería capaz de rechazarla para que siguiera haciendo lo que estaba haciendo.


«Bueno, eso es una gran mentira. Yo querría esa boca entre mis piernas cualquier día del...»


—¿Cómo quieres que sea, Paula? —me preguntó sacándome de mi debate interno.


—¿Qué? 

—Cuando volvamos a Chicago. 

Lo miré sin comprender, pero el pulso se me aceleró y envió la sangre en potentes oleadas por mis venas.


—Nosotros —aclaró con una paciencia forzada—. Tú y yo. Paula y Pedro. Hombre y arpía. Me doy cuenta de que esto no es fácil para ti.


—Bueno, estoy bastante segura de que no tengo ganas de pelear todo el tiempo. — Le di un golpe de broma en el hombro—. Aunque de alguna extraña manera me gusta esa parte.

Pedro se rió, pero no pareció un sonido totalmente feliz.


—Hay mucho espacio fuera de «no pelear todo el tiempo». ¿Dónde quieres estar?


«Juntos. Tu novia. Alguien que ve el interior de tu casa y que se queda allí a veces.» Fui a responder, pero las palabras se evaporaron en mi garganta.


—Supongo que depende de si es realista pensar que podemos ser «algo»

Él dejó caer la mano y se rascó la cara. La película volvió y los dos entramos en lo que a mí me pareció el silencio más extraño de la historia. 

Finalmente me cogió la mano otra vez y me dio un beso en la palma.


—Vale, cariño. Me las arreglaré con eso de no pelear todo el tiempo.


Me quedé mirando los dedos con los que envolvía los míos. 


Después de lo que me pareció una eternidad, conseguí decir:
—Lo siento. Es que todo esto es un poco nuevo.


—Para mí también —me recordó.


Volvimos a quedarnos en silencio de nuevo mientras seguíamos viendo la película, riéndonos en los mismos puntos y cambiando de postura lentamente hasta que estuve prácticamente tumbada encima de él. Por el rabillo del ojo miraba de vez en cuando el reloj de la pared y calculaba mentalmente las horas que nos quedaban en San Diego.Catorce.


Catorce horas de esta realidad perfecta en la que podía tenerlo siempre que quisiera y todo aquello no era secreto, ni sucio, ni teníamos que utilizar la ira como elemento preparatorio. 

—¿Cuál es tu película favorita? —me preguntó girándome hasta quedar encima de mí. Tenía la piel caliente y yo quería quitarle lo que llevaba puesto, pero a la vez no
quería que se moviera ni un centímetro ni un segundo.


—Me gustan las comedias —empecé a decir—. Está Clerks, pero también, Tommy Boy, Zombies Party, Arma letal, El juego de la sospecha, cosas así. Pero tengo que decir que mi película favorita de siempre probablemente sea La ventana indiscreta.


—¿Por James Stewart o por Grace Kelly? —me preguntó agachándose para besarme el cuello creándome una estela de fuego.


—Por ambos, pero seguramente más por Grace Kelly.


—Ya veo. Tienes varios hábitos muy Grace Kelly. —Subió la mano y me apartó un mechón de pelo que se me había salido de la coleta—. He oído que Grace Kelly también tenía una boca muy sucia —añadió.


—Te encanta que tenga la boca tan sucia.

—Cierto. Pero me gusta más cuando la tienes llena —dijo con una sonrisa elocuente en la boca.


—¿Sabes? Si lograras callarte alguna vez serías totalmente perfecto. 

—Sería un rompedor de bragas silencioso, lo que me parece que es algo más escalofriante que un jefe furioso y con tendencia a romper bragas.


Empecé a reír debajo de él y él me hizo cosquillas por las costillas.


—Pero sé que te encanta que lo haga —dijo con voz ronca. 

—¿Pedro? —le dije intentando parecer despreocupada—. ¿Qué haces con ellas?

Él me dedicó una mirada oscura y provocativa. 

—Las guardo en un lugar seguro.

—¿Puedo verlas? 

—No. 

—¿Por qué? —le pregunté entornando los ojos.

—Porque intentarías recuperarlas.


—¿Y por qué iba a querer recuperarlas? Están todas rotas. 

Él sonrió pero no respondió.


—¿Por qué lo haces de todas formas? 

Me estudió durante un momento, obviamente pensando en la respuesta. 

Finalmente se incorporó sobre un codo y acercó la cara a solo un par de centímetros de la mía.


—Por la misma razón por la que a ti te gusta.


Y con esas palabras, se puso de pie y tiró de mí para que le acompañara al dormitorio.

CAPITULO 53



Dos horas después, si alguien me hubiera preguntado que si podía volar, habría dicho que sí sin pensarlo.


La reunión había ido perfectamente. El señor Gugliotti, que se había molestado inicialmente por encontrarse a una asistente junior en donde debería estar un ejecutivo de Alfonso Media, se había aplacado al oír las circunstancias. Y más tarde pareció impresionado por el nivel de detalles que yo les proporcioné. Incluso me ofreció un trabajo.


—Después de que acabe su trabajo con el señor Alfonso, por supuesto —me dijo con un guiño y yo intenté darle largas con mucho tacto. 


Ni siquiera sabía si alguna vez iba a querer acabar mi trabajo con el señor Alfonso. 


Mientras volvía de la reunión, llamé a Ana para preguntarle qué le gustaba a Pedro cuando estaba enfermo. Como sospechaba, la última vez que había podido malcriarle dándole sopa de pollo y polos de sabores todavía llevaba aparato en los dientes. Estuvo encantada de oírme y tuve que tragarme toda la culpa que sentía cuando me preguntó si se estaba comportando como era debido. Le aseguré que todo iba bien y que solo estaba sufriendo un leve virus estomacal y que, por supuesto, le diría que llamara. Con una pequeña bolsa de comida en la mano, entré en la
habitación y me detuve en la minúscula zona de la cocina para dejar la bolsa y quitarme el traje de lana a medida.


Solo con la combinación, entré en el dormitorio, pero Pedro no estaba. La puerta del baño estaba abierta y tampoco estaba allí. Parecía que el servicio de limpieza había pasado; las sábanas estaban planchadas y limpias y en el suelo no estaban las pilas de ropa que habíamos dejado. La puerta del balcón estaba abierta para que entrara la brisa fresca. Lo encontré fuera, sentado en una tumbona, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza en las manos. Parecía que se había dado una ducha y ahora llevaba puestos unos vaqueros negros y una camiseta de manga corta verde.


Mi piel respondió al verlo, calentándose.


—Hola —le dije.

Él levantó la vista y examinó todas mis curvas.


—Madre de Dios. Espero que no llevaras eso para ir la reunión.


—Bueno, sí —dije riendo—, pero lo llevaba debajo de un traje azul marino muy correcto.


—Bien —dijo entre dientes. Me acercó a él y me rodeó la cintura con los brazos antes de apretar su frente contra mi estómago—. Te he echado de menos.


El pecho se me apretó un poco. ¿Qué estábamos haciendo? ¿Era todo aquello real o estábamos jugando a las casitas durante unos cuantos días para después volver a la normalidad? No creía que pudiera volver a lo que era normal para nosotros después de aquello y no estaba segura de que fuera capaz de ver varios pasos más allá para saber cómo iba a ser. 

«¡Pregúntale, Paula!» 

Él levantó la vista para mirarme, con los ojos ardientes fijos en los míos mientras esperaba que dijera algo.


—¿Te encuentras mejor? —le pregunté.


«Cobarde.»


Su expresión se puso triste, pero lo ocultó rápidamente.


—Mucho mejor —dijo—. ¿Cómo ha ido la reunión?


Aunque todavía estaba de subidón por la reunión con Gugliotti y me moría por contarle todos los detalles, cuando me preguntó eso me apartó los brazos de la cintura y se sentó, lo que me dejó fría y vacía. Quería que le diera al botón de rebobinar y que volviera dos minutos atrás cuando me había dicho que me echaba de menos y yo podría haberle dicho: «Yo también te he echado de menos». Le habría besado y ambos nos habríamos distraído y le habría contado lo de Gugliotti varias horas después.


En cambio le di todos los detalles de la reunión en ese momento: cómo había reaccionado Gugliotti al verme y cómo había redirigido su atención al proyecto que teníamos entre manos. Le repetí todos los detalles de la discusión con tanta precisión que, para cuando terminé la historia, Pedro se estaba riendo por lo bajo. 

—Vaya, cuánto hablas.


—Creo que ha ido bien —dije acercándome. «Vuelve a rodearme con los brazos otra vez.»


Pero él no lo hizo. Se tumbó y me miró con una sonrisa tensa, de nuevo el lejano cabrón atractivo.


—Eres muy buena, Paula. No me sorprende en absoluto. 

No estaba acostumbrada a ese tipo de halagos viniendo de él. Una caligrafía mejorada, una mamada increíble... Esas eran las cosas en las que se fijaba. Pero me sorprendió darme cuenta de cuánto me importaba su opinión. ¿Siempre me había importado tanto? ¿Iba a empezar a tratarme diferente si éramos amantes que cuando éramos simplemente follamigos? No estaba segura de que quisiera que fuera un jefe más amable o que intentara mezclar los aspectos de amante y mentor. Me gustaba el tipo odioso en el trabajo... y también en la cama.


Pero en cuanto lo pensé, me di cuenta de que la forma en que interactuábamos ahora me parecía un objeto extraño y ajeno en la distancia, como un par de zapatos que hace mucho tiempo que te quedan pequeños. Estaba hinchida entre el deseo de que dijera algo desagradable para traerme bruscamente a la realidad y el de que me acercara a su cuerpo y me besara los pechos por encima de la combinación.

«Una vez más, Paula. Razón número 750.000 para no follarte al jefe: Vas a convertir una relación muy claramente definida en un desastre con las fronteras borrosas.»


—Se te ve muy cansado —le susurré mientras le pasaba los dedos entre el pelo de la nuca.


—Lo estoy —murmuró—. Me alegro de no haber ido. He vomitado. Mucho. 

—Gracias por compartir eso —reí. Me aparté a regañadientes y le puse las manos en la cara—. Te he traído polos, ginger ale, galletas de jengibre y galletas saladas. ¿Qué quieres para empezar?


Él me miró totalmente confundido durante un segundo antes de balbucear:
—¿Has llamado a mi madre?