Cuando todo el mundo empezó a salir poco a poco para ir a comer, yo me quedé pegada a mi mesa con un café y una bolsa de frutos secos que había comprado en la máquina. Normalmente me habría llevado sobras de casa o habría salido con los demás becarios a comer algo, pero ese día el tiempo corría en mi contra. Oí abrirse la puerta exterior del despacho y levanté la vista. Sonreí al ver a Sara Dillon entrar.
Sara estaba en Alfonso Media Group en el mismo programa de prácticas del máster,aunque ella trabajaba en contabilidad.
—¿Vamos a comer? —me preguntó.
—Voy a tener que saltarme la comida. Está siendo un día infernal. —La miré con cara de pena y su sonrisa pasó a ser burlona.
—¿Día infernal o jefe infernal? —Se sentó en el borde de mi mesa—. He oído que se ha puesto como una fiera esta mañana.
Le dediqué una mirada cómplice. Sara no trabajaba para él, pero sabía todo lo que pasaba con Pedro Alfonso. Como hijo menor del fundador de la empresa, Horacio Alfonso, y con una notoria propensión a perder los estribos, era una leyenda viva en aquel edificio
—Aunque tuviera un clon, no podría acabar esto a tiempo.
—¿Quieres que te traiga algo? —Su mirada se dirigió al despacho del jefe—. ¿Un asesino a sueldo? ¿Agua bendita?
Reí.
—No, estoy bien.
Sara sonrió y se marchó. Acababa de darle el último sorbo a mi café cuando me agaché y me di cuenta de que tenía una carrera en las medias.
—Y por si fuera poco —empecé a hablar al oír de nuevo los pasos de Sara— me he hecho una carrera en las medias. ¿Sabes qué? Si vas a algún sitio donde haya chocolate, tráeme veinte kilos, así me como toda mi ansiedad después.
Levanté la vista y vi que no era Sara la persona que estaba allí de pie. Se me encendieron las mejillas y me bajé la falda.
—Lo siento, señor Alfonso, yo...
—Señorita Chaves, como usted y las otras secretarias tienen mucho tiempo para hablar de los problemas con su lencería, además de preparar la presentación de Papadakis, necesito que vaya al despacho de Willis y me traiga los análisis de mercado y segmentación de Beaumont. —Se enderezó la corbata mirando su reflejo en la ventana—. ¿Cree que podrá hacerlo?
¿Me acababa de llamar «secretaria»? Como parte de las prácticas a veces hacía ciertas tareas de asistente para él, pero el señor Alfonso sabía de sobra que yo llevaba varios años trabajando en la empresa antes de que me concedieran la beca JT Miller para la Universidad Northwestern. Y ahora solo me quedaban cuatro meses para acabar mi máster en empresariales.
«Para terminar el máster y dejar de estar a sus órdenes», pensé. Levanté la vista y me encontré con su mirada encendida.
—No tengo ningún inconveniente en pedirle a Sam que...
—No era una sugerencia —me cortó—. Quiero que vaya usted a buscarlos. —Me miró durante un momento con la mandíbula apretada antes de girar sobre sus talones y volver como una tromba a su despacho, cerrando la puerta con fuerza tras él.
Pero ¿qué problema tenía? ¿De verdad era necesario ir dando portazos por ahí como un adolescente? Cogí la chaqueta del respaldo de la silla y me encaminé a la otra oficina, un poco más abajo en la misma calle.
Cuando volví, llamé a su puerta pero no respondió. Intenté girar el picaporte.
Cerrado. Seguramente estaría echando un polvo rapidito por la tarde con alguna princesita con fideicomiso mientras yo tenía que correr como una loca de acá para allá por todo Chicago. Metí el sobre manila por la ranura para el correo y deseé que los papeles se desparramaran por todas partes y él tuviera que agacharse para recogerlos y ordenarlos. Le estaría bien empleado. Me gustó bastante la imagen de él de rodillas en el suelo, recogiendo papeles desperdigados. Pero la verdad era que,conociéndolo, seguro que me llamaba para que entrara en su inmaculada guarida y lo
recogiera todo mientras él me observaba.
Cuatro horas después había acabado las actualizaciones de los informes de progreso, tenía la presentación prácticamente preparada y estaba al borde de la risa histérica por lo horrible que había sido ese día. Me encontré planeando el cruento y retorcido asesinato del chico de la copistería. Solo le había pedido que hiciera algo muy sencillo: unas cuantas copias y encuadernar algunas cosas. Debería haber sido pan comido. Cosa de un momento. Pero no, le había llevado ¡dos horas!
Corrí por el oscuro pasillo del edificio ya vacío con los materiales para la presentación agarrados como podía entre los brazos y mirando el reloj. Seis y veinte.
El señor Alfonso se iba a comer mi hígado crudo. Llegaba veinte minutos tarde. Como había quedado claro esa mañana, él odiaba la impuntualidad. «Tarde» era una palabra que no estaba incluida en el Diccionario del capullo de Pedro Alfonso, como tampoco lo estaban «corazón», «amabilidad», «compasión», «hora de la comida» o «gracias».
Y ahí estaba yo, corriendo por los pasillos con unos zapatos de tacón de aguja italianos, a toda velocidad hacia mi verdugo.
«Respira, Paula. Este tío es capaz de oler el miedo.»
Cuando me acerqué a la sala de reuniones intenté tranquilizar mi respiración y dejé de correr. Una luz cálida se colaba por debajo de la puerta. Sin duda, estaba ahí,esperándome. Con cuidado intenté arreglarme el pelo y la ropa a la vez que organizaba la pila de documentos que cargaba. Inspiré hondo y llamé a la puerta.
—Adelante.
Entré en la sala de reuniones, era enorme; una pared tenía unas ventanas del suelo al techo que ofrecían una vista maravillosa del paisaje urbano de Chicago desde una altura de dieciocho pisos. Empezaba a oscurecer y los rascacielos salpicaban el horizonte con sus ventanas iluminadas. En el centro de la sala había una impresionante mesa de madera maciza, y mirándome desde la cabecera estaba el señor Alfonso.
Estaba ahí sentado, con la chaqueta del traje colgada en una silla detrás de él, la corbata aflojada, las mangas almidonadas de la camisa blanca remangadas hasta los codos y la barbilla descansando sobre sus manos cruzadas.
Me atravesó con la mirada, pero no dijo nada.
—Discúlpeme, señor Alfonso —dije con voz temblorosa y con la respiración entrecortada—. Las copias me han llevado... —Me paré en seco. Las excusas no iban a mejorar mi situación. Y además, no le iba a permitir echarme la culpa de algo que yo no podía controlar. Que se fastidiara.
Con mi recién recuperada valentía en su sitio, levanté la barbilla y caminé hasta donde él estaba sentado.
Sin mirarlo, busqué entre los papeles y coloqué una copia de la presentación sobre la mesa.
—¿Listo para empezar?
No dijo una palabra, pero su mirada atravesó mi valiente coraza. Todo aquello hubiera sido mucho más fácil si él no fuera tan guapo... Sin decir nada, señaló el material que le había puesto delante para que continuara.
Me aclaré la garganta y empecé la presentación. Repasé los diferentes aspectos de mi propuesta y él permaneció en silencio, con la mirada clavada en su copia. ¿Por qué estaba tan tranquilo? Podía manejar sus arrebatos de ira, pero ese misterioso silencio... Me estaba poniendo de los nervios.
Estaba inclinada sobre la mesa, señalándole unos gráficos cuando sucedió.
—La línea temporal para el primer objetivo es un poco ambi...
Dejé la frase a medias y el aire se detuvo en mi garganta. Había puesto la mano en el final de mi espalda antes de deslizarla poco a poco hasta posarla sobre la curva de mi trasero. En los nueve meses que llevaba trabajando para él nunca me había tocado intencionadamente.
Y eso era sin duda intencionado.
El calor de su mano me quemaba a través de la falda hasta llegar a mi piel. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron y sentí cómo se licuaban mis entrañas. ¿Qué demonios estaba haciendo? Mi cerebro me gritaba que le apartara la mano y le dijera que no volviera a tocarme, pero mi cuerpo actuaba en solitario. Se me endurecieron los pezones, y apreté la mandíbula en respuesta. «¡Traidores!»
El corazón me martilleaba en el pecho, pasó al menos medio minuto sin que ninguno de los dos dijera nada.
Mientras, su mano seguía bajando por mi muslo,acariciándome. Nuestras respiraciones y el ruido de la ciudad que llegaba amortiguado desde la calle era lo único que se oía en el aire inmóvil de la sala de reuniones.
—Dese la vuelta, señorita Chaves.
Su voz queda rompió el silencio y yo me erguí, mirando hacia delante. Me volví lentamente y su mano me fue rozando, deslizándose hacia mi cadera. Podía sentir cómo la extendía, desde las yemas de los dedos que tenía sobre la parte baja de mi espalda hasta el pulgar que en ese momento presionaba la piel suave que quedaba justo encima del hueso de mi cadera. Bajé la vista para mirarlo a los ojos y nuestras miradas se encontraron.
Notaba su pecho subiendo y bajando, cada respiración más profunda que la anterior. Un músculo se contrajo en su dura mandíbula a la vez que el pulgar empezaba a moverse, deslizándose lentamente a un lado y a otro, mientras sus ojos no se apartaban de los míos. Estaba esperando que yo lo detuviera; ya había transcurrido tiempo más que suficiente para que yo lo apartara de un manotazo o simplemente me alejara y me fuera. Pero tenía demasiados sentimientos que gestionar antes de poder reaccionar. Nunca me había sentido así, y mucho menos había esperado sentirme así con él. Quería darle una bofetada y después agarrarlo de la camisa y lamerle el cuello.
—¿Qué estás pensando? —me susurró con una mirada entre burlona y nerviosa.
—Todavía intento averiguarlo.