lunes, 26 de mayo de 2014

CAPITULO 2

CAPITULO 2



Cuando todo el mundo empezó a salir poco a poco para ir a comer, yo me quedé pegada a mi mesa con un café y una bolsa de frutos secos que había comprado en la máquina. Normalmente me habría llevado sobras de casa o habría salido con los demás becarios a comer algo, pero ese día el tiempo corría en mi contra. Oí abrirse la puerta exterior del despacho y levanté la vista. Sonreí al ver a Sara Dillon entrar. 


Sara estaba en Alfonso Media Group en el mismo programa de prácticas del máster,aunque ella trabajaba en contabilidad. 


—¿Vamos a comer? —me preguntó. 


—Voy a tener que saltarme la comida. Está siendo un día infernal. —La miré con cara de pena y su sonrisa pasó a ser burlona. 


—¿Día infernal o jefe infernal? —Se sentó en el borde de mi mesa—. He oído que se ha puesto como una fiera esta mañana.


Le dediqué una mirada cómplice. Sara no trabajaba para él, pero sabía todo lo que pasaba con Pedro Alfonso. Como hijo menor del fundador de la empresa, Horacio Alfonso, y con una notoria propensión a perder los estribos, era una leyenda viva en aquel edificio


—Aunque tuviera un clon, no podría acabar esto a tiempo. 

—¿Quieres que te traiga algo? —Su mirada se dirigió al despacho del jefe—. ¿Un asesino a sueldo? ¿Agua bendita?

Reí.


—No, estoy bien.


Sara sonrió y se marchó. Acababa de darle el último sorbo a mi café cuando me agaché y me di cuenta de que tenía una carrera en las medias. 

—Y por si fuera poco —empecé a hablar al oír de nuevo los pasos de Sara— me he hecho una carrera en las medias. ¿Sabes qué? Si vas a algún sitio donde haya chocolate, tráeme veinte kilos, así me como toda mi ansiedad después.

Levanté la vista y vi que no era Sara la persona que estaba allí de pie. Se me encendieron las mejillas y me bajé la falda. 

—Lo siento, señor Alfonso, yo... 

—Señorita Chaves, como usted y las otras secretarias tienen mucho tiempo para hablar de los problemas con su lencería, además de preparar la presentación de Papadakis, necesito que vaya al despacho de Willis y me traiga los análisis de mercado y segmentación de Beaumont. —Se enderezó la corbata mirando su reflejo en la ventana—. ¿Cree que podrá hacerlo?


¿Me acababa de llamar «secretaria»? Como parte de las prácticas a veces hacía ciertas tareas de asistente para él, pero el señor Alfonso sabía de sobra que yo llevaba varios años trabajando en la empresa antes de que me concedieran la beca JT Miller para la Universidad Northwestern. Y ahora solo me quedaban cuatro meses para acabar mi máster en empresariales.


«Para terminar el máster y dejar de estar a sus órdenes», pensé. Levanté la vista y me encontré con su mirada encendida. 

—No tengo ningún inconveniente en pedirle a Sam que...

—No era una sugerencia —me cortó—. Quiero que vaya usted a buscarlos. —Me miró durante un momento con la mandíbula apretada antes de girar sobre sus talones y volver como una tromba a su despacho, cerrando la puerta con fuerza tras él. 

Pero ¿qué problema tenía? ¿De verdad era necesario ir dando portazos por ahí como un adolescente? Cogí la chaqueta del respaldo de la silla y me encaminé a la otra oficina, un poco más abajo en la misma calle.


Cuando volví, llamé a su puerta pero no respondió. Intenté girar el picaporte. 

Cerrado. Seguramente estaría echando un polvo rapidito por la tarde con alguna princesita con fideicomiso mientras yo tenía que correr como una loca de acá para allá por todo Chicago. Metí el sobre manila por la ranura para el correo y deseé que los papeles se desparramaran por todas partes y él tuviera que agacharse para recogerlos y ordenarlos. Le estaría bien empleado. Me gustó bastante la imagen de él de rodillas en el suelo, recogiendo papeles desperdigados. Pero la verdad era que,conociéndolo, seguro que me llamaba para que entrara en su inmaculada guarida y lo
recogiera todo mientras él me observaba.

Cuatro horas después había acabado las actualizaciones de los informes de progreso, tenía la presentación prácticamente preparada y estaba al borde de la risa histérica por lo horrible que había sido ese día. Me encontré planeando el cruento y retorcido asesinato del chico de la copistería. Solo le había pedido que hiciera algo muy sencillo: unas cuantas copias y encuadernar algunas cosas. Debería haber sido pan comido. Cosa de un momento. Pero no, le había llevado ¡dos horas! 

Corrí por el oscuro pasillo del edificio ya vacío con los materiales para la presentación agarrados como podía entre los brazos y mirando el reloj. Seis y veinte. 

El señor Alfonso se iba a comer mi hígado crudo. Llegaba veinte minutos tarde. Como había quedado claro esa mañana, él odiaba la impuntualidad. «Tarde» era una palabra que no estaba incluida en el Diccionario del capullo de Pedro Alfonso, como tampoco lo estaban «corazón», «amabilidad», «compasión», «hora de la comida» o «gracias».

Y ahí estaba yo, corriendo por los pasillos con unos zapatos de tacón de aguja italianos, a toda velocidad hacia mi verdugo.


«Respira, Paula. Este tío es capaz de oler el miedo.» 

Cuando me acerqué a la sala de reuniones intenté tranquilizar mi respiración y dejé de correr. Una luz cálida se colaba por debajo de la puerta. Sin duda, estaba ahí,esperándome. Con cuidado intenté arreglarme el pelo y la ropa a la vez que organizaba la pila de documentos que cargaba. Inspiré hondo y llamé a la puerta.


—Adelante. 

Entré en la sala de reuniones, era enorme; una pared tenía unas ventanas del suelo al techo que ofrecían una vista maravillosa del paisaje urbano de Chicago desde una altura de dieciocho pisos. Empezaba a oscurecer y los rascacielos salpicaban el horizonte con sus ventanas iluminadas. En el centro de la sala había una impresionante mesa de madera maciza, y mirándome desde la cabecera estaba el señor Alfonso. 

Estaba ahí sentado, con la chaqueta del traje colgada en una silla detrás de él, la corbata aflojada, las mangas almidonadas de la camisa blanca remangadas hasta los codos y la barbilla descansando sobre sus manos cruzadas. 

Me atravesó con la mirada, pero no dijo nada.


—Discúlpeme, señor Alfonso —dije con voz temblorosa y con la respiración entrecortada—. Las copias me han llevado... —Me paré en seco. Las excusas no iban a mejorar mi situación. Y además, no le iba a permitir echarme la culpa de algo que yo no podía controlar. Que se fastidiara. 


Con mi recién recuperada valentía en su sitio, levanté la barbilla y caminé hasta donde él estaba sentado. 

Sin mirarlo, busqué entre los papeles y coloqué una copia de la presentación sobre la mesa.

—¿Listo para empezar? 

No dijo una palabra, pero su mirada atravesó mi valiente coraza. Todo aquello hubiera sido mucho más fácil si él no fuera tan guapo... Sin decir nada, señaló el material que le había puesto delante para que continuara. 

Me aclaré la garganta y empecé la presentación. Repasé los diferentes aspectos de mi propuesta y él permaneció en silencio, con la mirada clavada en su copia. ¿Por qué estaba tan tranquilo? Podía manejar sus arrebatos de ira, pero ese misterioso silencio... Me estaba poniendo de los nervios.


Estaba inclinada sobre la mesa, señalándole unos gráficos cuando sucedió. 

—La línea temporal para el primer objetivo es un poco ambi...


Dejé la frase a medias y el aire se detuvo en mi garganta. Había puesto la mano en el final de mi espalda antes de deslizarla poco a poco hasta posarla sobre la curva de mi trasero. En los nueve meses que llevaba trabajando para él nunca me había tocado intencionadamente. 

Y eso era sin duda intencionado.


El calor de su mano me quemaba a través de la falda hasta llegar a mi piel. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron y sentí cómo se licuaban mis entrañas. ¿Qué demonios estaba haciendo? Mi cerebro me gritaba que le apartara la mano y le dijera que no volviera a tocarme, pero mi cuerpo actuaba en solitario. Se me endurecieron los pezones, y apreté la mandíbula en respuesta. «¡Traidores!» 

El corazón me martilleaba en el pecho, pasó al menos medio minuto sin que ninguno de los dos dijera nada. 


Mientras, su mano seguía bajando por mi muslo,acariciándome. Nuestras respiraciones y el ruido de la ciudad que llegaba amortiguado desde la calle era lo único que se oía en el aire inmóvil de la sala de reuniones. 

—Dese la vuelta, señorita Chaves.


Su voz queda rompió el silencio y yo me erguí, mirando hacia delante. Me volví lentamente y su mano me fue rozando, deslizándose hacia mi cadera. Podía sentir cómo la extendía, desde las yemas de los dedos que tenía sobre la parte baja de mi espalda hasta el pulgar que en ese momento presionaba la piel suave que quedaba justo encima del hueso de mi cadera. Bajé la vista para mirarlo a los ojos y nuestras miradas se encontraron.

Notaba su pecho subiendo y bajando, cada respiración más profunda que la anterior. Un músculo se contrajo en su dura mandíbula a la vez que el pulgar empezaba a moverse, deslizándose lentamente a un lado y a otro, mientras sus ojos no se apartaban de los míos. Estaba esperando que yo lo detuviera; ya había transcurrido tiempo más que suficiente para que yo lo apartara de un manotazo o simplemente me alejara y me fuera. Pero tenía demasiados sentimientos que gestionar antes de poder reaccionar. Nunca me había sentido así, y mucho menos había esperado sentirme así con él. Quería darle una bofetada y después agarrarlo de la camisa y lamerle el cuello.

—¿Qué estás pensando? —me susurró con una mirada entre burlona y nerviosa. 

—Todavía intento averiguarlo.

CAPITULO 1

CAPITULO 1





Mi padre siempre decía que la manera de aprender el trabajo que deseas es pasar cada segundo de tu tiempo viendo a alguien hacerlo.


«Para conseguir un trabajo en la cumbre, tienes que empezar desde abajo —me decía—. Conviértete en la persona sin la que el consejero delegado no pueda vivir.
En su mano derecha. Aprende cómo es su mundo y lograrás que te contrate en cuanto termines los estudios.» 


Yo me convertí en irremplazable. Y sin duda era su «Mano Derecha». El problema era que, en este caso, era la mano derecha que estaba deseando abofetear es maldita cara la mayor parte de los días.


Mi jefe, el señor Pedro Alfonso: un tipo odioso pero muy atractivo. 

El estómago se me retorcía solo con pensar en él: alto, guapísimo y la maldad personificada. El gilipollas más creído y más pedante que he conocido en mi vida.
Todas las demás mujeres de la oficina cotilleaban sobre sus aventuras y se  preguntaban si lo único que hacía falta para conseguirle era una cara bonita. Pero mi padre también me había dicho otra cosa: «Descubrirás muy pronto que la belleza solo es externa, pero la fealdad llega hasta lo más profundo». Yo ya había tenido mi ración de hombres desagradables en los últimos años; salí con unos cuantos en el instituto y en la universidad. Pero este se llevaba la palma. 

—¡Vaya! Buenos días, señorita Chaves—El señor Alfonso estaba de pie en el umbral de mi despacho, que servía de antesala al suyo. Su voz tenía una nota dulce como la miel, pero eso no era propio de él... más bien miel congelada que se había hecho pedazos al romperse, pedazos agudos y cortantes.
Después de haber derramado agua sobre mi móvil, de que se me cayeran los pendientes en el triturador de basura, de que me hubieran golpeado el coche por detrás en la interestatal y de haber tenido que esperar a la policía para que nos dijera lo que los dos ya sabíamos (que la culpa había sido de aquel otro tío), lo último que necesitaba esa mañana era un señor Alfonso de mal humor. 

Lo malo es que él no tenía más modos predeterminados que ese.


Lo saludé como lo hacía todos los días.


—Buenos días, señor Alfonso.


Y deseé que me hiciera su asentimiento de cabeza habitual en respuesta. Pero cuando intenté pasar a su lado, él murmuró:


—¿Buenos «días», señorita Chaves? ¿Qué hora es en su planeta unipersonal? 

Me detuve y le sostuve su mirada fría. Era unos veinte centímetros más alto que yo y antes de empezar a trabajar para él yo nunca me había sentido tan pequeña.
Llevaba trabajando en Alfonso Media Group seis años, pero desde que él había vuelto al negocio familiar nueve meses atrás, yo había empezado a llevar tacones e incluso a considerar la inverosímil posibilidad de ponerme zancos para poder mirarlo directamente a los ojos. Y llevaba tacones ese día, pero aun así tuve que inclinar la cabeza y eso claramente le encantó, porque vi cómo le brillaban los ojos color avellana.


—He sufrido una cadena de desastres esta mañana, señor Alfonso. No volverá a ocurrir —dije aliviada por que mi voz sonara firme.


Nunca había llegado tarde, ni una vez, pero por supuesto él tenía que llamarme la atención la primera vez que pasaba como si fuera algo grave. Conseguí pasar junto a él y atravesar la puerta, dejé mi bolso y el abrigo en el armario y encendí el ordenador. Intenté actuar como si él no siguiera de pie en el umbral, observando todos mis movimientos.

—«Una cadena de desastres» es una muy buena descripción de lo que he tenido que gestionar en su ausencia. He hablado con Alex Schaffer para quitarle
importancia al hecho de que no le hubieran llegado los contratos firmados a la hora prometida: las nueve de la mañana, horario de la costa Este. También he tenido que llamar a Madeline Beaumont para hacerle saber que, de hecho, íbamos a seguir adelante con la propuesta como la dejamos por escrito. En otras palabras, esta mañana he estado haciendo su trabajo y el mío. ¿De verdad que incluso con esa «cadena de desastres» no ha podido ni siquiera llegar a las ocho de la mañana? Algunos empezamos a trabajar antes de la hora del brunch, señorita Chaves. 

Levanté la vista para mirarlo; estaba claramente cabreado y me miraba fijamente con los brazos cruzados sobre su amplio pecho. Y todo porque había llegado una hora tarde... 

Parpadeé y aparté la mirada, evitando deliberadamente fijarme en cómo el traje oscuro cortado a medida se tensaba a la altura de sus hombros. El primer mes que trabajamos juntos, durante una convención, cometí el error de ir a hacer ejercicio al gimnasio del hotel y al entrar me lo encontré cubierto de sudor y sin camiseta al lado de la cinta de correr. Tenía una cara por la que mataría cualquier modelo masculino y el pelo más increíble que he visto nunca en un hombre. Pelo de polvo reciente, así lo llamaban las chicas de la planta de abajo, y según ellas, se había ganado ese título. La imagen de él limpiándose el pecho con la camiseta había quedado grabada a fuego en mi cerebro. 

Pero claro, él tenía que estropearlo abriendo la bocaza y diciendo: «Me alegro de que por fin se interese un poco por su forma física, señorita Chaves». 

Gilipollas. 

—Lo siento, señor Alfonso. Comprendo la carga que he puesto sobre sus hombros dejándole a cargo del fax y del teléfono —respondí con solo un pelín de sarcasmo—Como ya le he dicho, no volverá a ocurrir.


—Claro que no —respondió con su arrogante sonrisa de nuevo en los labios.


Si mantuviera la boca cerrada sería perfecto. Bastaría un trozo de cinta americana.
Tenía un rollo en mi mesa que a veces sacaba y acariciaba imaginando que algún día podría darle un buen uso. 

—Y para que no se le ocurra olvidarse de este incidente, quiero ver las tablas de los informes de progreso de los proyectos Schaffer, Colton y Beaumont sobre mi mesa a las cinco. Y después va a recuperar la hora que ha perdido esta mañana haciendo una presentación de prueba de la cuenta Papadakis para mí en la sala de reuniones a las seis. Si se va a ocupar de esa cuenta, tendrá que demostrarme que sabe lo que está haciendo. 

Abrí los ojos como platos, mientras él se daba la vuelta, entraba en su despacho y cerraba con un portazo. Él sabía perfectamente que tenía muy adelantadas las previsiones de ese proyecto, que también me iba a servir de proyecto final de mi máster. Todavía tenía varios meses para terminar la presentación una vez que se firmaran los contratos... cosa que no había sucedido todavía. Ni siquiera estaban acabados los borradores. Y ahora, con todo lo demás por hacer, quería que hiciera una presentación de prueba dentro de... Miré el reloj. Genial, siete horas y media, y eso si me saltaba la comida. Abrí el archivo de la cuenta Papadakis y me puse manos a la obra.