Cuando volví la esquina para entrar en la nueva sala escogida para la reunión, mis ojos se encontraron inmediatamente con los del señor Alfonso. Sentado en su silla con las manos extendidas y las puntas de los dedos unidas, era el vivo retrato de la paciencia apenas contenida.
«Qué típico.»
Entonces reparé en la persona que estaba a mi lado: Horacio Alfonso
—Deja que te ayude con eso, Paula —me dijo y cogió un montón de archivadores de mis brazos para que pudiera meter con más facilidad el carrito lleno de la comida en la sala.
—Gracias, señor Alfonso—Le dediqué una mirada airada a mi jefe.
—Paula—me dijo el patriarca de los Alfonso riendo—¿cuántas veces te he dicho que me llames Horacio? —Cogió un par de carpetas y pasó el resto del montón al otro lado de la mesa para que lo cogieran los ayudantes.
Era tan guapo como sus dos hijos: alto y musculoso; los tres Alfonso compartían las mismas facciones cinceladas. El pelo entrecano de Horacio se había ido volviendo blanco con los años, pero seguía siendo uno de los hombres más atractivos que había visto en mi vida.
Le sonreí con gratitud mientras me sentaba.
—¿Qué tal está Ana?
—Está bien. No deja de insistirme en que vengas a visitarnos algún día —añadió con un guiño.
No escapó a mi atención la risita irritada del más joven de los Alfonso, que seguía sentado en su sitio cerca de mí.
—Por favor, salúdela de mi parte.
Sonaron unos pasos detrás de mí y una mano apareció para darme un tironcito de una oreja.
—Hola, chica —dijo Federico Alfonso dedicándome una amplia sonrisa—. Disculpad que llegue tarde. Pensaba que íbamos a reunirnos en vuestra planta.
Miré con el rabillo del ojo a mi jefe con aire de suficiencia y me lo encontré mirándome. La pila de carpetas volvió a mis manos y le pasé una copia.
—Aquí tiene, señor Alfonso.
Sin más que una breve mirada, agarró rápidamente una y empezó a hojearla.
«Gilipollas.»
Cuando volvía a mi asiento, Federico me dijo con su escandalosa voz:
—Oh, Paula, cuando estaba arriba en la sala esperando, me he encontrado esto en el suelo. —Me acerqué adonde estaba él y vi dos botones plateados envejecidos que tenía en la palma de la mano—. ¿Puedes preguntar por ahí a ver si alguien los ha perdido? Parecen caros.
Sentí que se me ponía la cara como un tomate. Me había olvidado por completo de mi blusa destrozada.
—Oh... claro.
—Federico, ¿puedo verlos? —dijo el capullo de mi jefe y los cogió de la mano de su hermano. Se volvió hacia mí con una mueca burlona en la cara—. ¿Usted no tiene una blusa con unos botones como estos?
Yo lancé una mirada rápida por la habitación; Federico y Horacio estaban absortos en otra conversación, ajenos a lo que estaba pasando entre nosotros.
—No —le dije intentando disimular—. No son mías.
—¿Está segura? —Me cogió la mano y pasó un dedo por la parte interior de mi brazo hasta mi palma antes de dejar caer los botones en ella y cerrarme la mano. Me quedé sin aliento y el corazón empezó a martillearme en el pecho.
Aparté la mano bruscamente como si acabara de quemarme.
—Estoy segura.
—Juraría que la blusa que llevaba el otro día tenía botoncitos plateados. La blusa rosa. Lo recuerdo porque me fijé que tenía uno un poco suelto cuando vino a buscarme al piso de arriba.
La cara empezó a arderme todavía más si es que eso era posible. Pero ¿a qué estaba jugando? ¿Estaba intentando insinuar que yo había orquestado las cosas para encontrarme con él a solas en la sala de reuniones?
Se acercó un poco más, con su aliento caliente junto a mi oído, y me susurró:
—Debería tener más cuidado.
Intenté mantener la calma mientras alejaba mi mano de la suya.
—Eres un cabrón —le respondí con los dientes apretados.
Él se apartó y me miró sorprendido.
¿Cómo se atrevía a parecer sorprendido, como si hubiera sido yo la que hubiera roto las reglas? Una cosa era ser un capullo conmigo, pero poner en peligro mi reputación delante de los demás ejecutivos... Iba a poner las cosas en su sitio luego.
Durante la reunión intercambiamos miradas, la mía llena de furia y la suya con una incertidumbre creciente. Estuve estudiando las diapositivas que tenía delante de mí todo lo que pude para evitar mirarlo.
En cuanto acabó la reunión, recogí mis cosas y salí disparada de la sala. Pero, como suponía, él salió detrás de mí y me siguió hasta el ascensor. Entramos y nos quedamos los dos bullendo de furia en el fondo, mientras subíamos hacia el despacho.
¿Por qué demonios no iría más rápido esa maldita cosa y por qué alguien de cada piso decidía utilizarlo justo ahora?
La gente que nos rodeaba hablaba por los móviles,ordenaba archivos, comentaba planes para la hora de la comida... El ruido creció hasta convertirse en un fuerte zumbido que casi ahogada la bronca que le estaba echando mentalmente al señor Alfonso. Para cuando llegamos al piso once, el ascensor casi había alcanzado su capacidad total.
Cuando la puerta se abrió y se metieron tres personas más, me vi empujada contra él, con la espalda contra su pecho y mi trasero contra su... ¡oh!
Cuando la puerta se abrió y se metieron tres personas más, me vi empujada contra él, con la espalda contra su pecho y mi trasero contra su... ¡oh!
Sentí que el resto de su cuerpo se tensaba un poco y oí que inspiraba con fuerza.
En vez de apretarme contra él, me mantuve todo lo lejos que pude. Él estiró la mano y me agarró la cadera para acercarme de nuevo.
—Me gusta notarte contra mí —dijo con un murmullo grave y cálido junto a mi oído—. ¿Dónde...?
—Estoy a dos segundos de castrarte con uno de mis tacones.
Él se acercó todavía más.
—¿Por qué estás tan molesta?
Volví la cabeza y le dije casi en un susurro:
—Es muy propio de ti hacerme parecer una arpía trepa delante de tu padre.
Dejó caer la mano y me miró con la boca abierta.
—No. —Parpadeo. Parpadeo—. ¿Qué? —El señor Alfonso confuso era increíblemente atractivo. «Cabrón»—. Solo era un juego sin importancia.
—¿Y si te hubieran oído?
—No me oyeron.
—Pero podrían haberte oído.
Parecía que de verdad eso no se le había pasado por la cabeza, quizá fuera cierto.
Resultaba fácil para él «juguetear» desde su posición de poder. Era un ejecutivo adicto al trabajo. Yo era la chica que estaba solo a mitad de su carrera.
La persona que había a nuestra izquierda nos miró y los dos nos quedamos de pie muy erguidos, mirando hacia delante.
Yo le di un buen codazo en el costado y él me dio un pellizco en el trasero con la suficiente fuerza para hacerme soltar una exclamación.
—No me voy a disculpar —me dijo en un susurro.
«Claro que no. Capullo.»
Volvió a apretarse contra mí y sentí cómo crecía y se ponía aún más duro. Noté una calidez traidora creciendo también entre mis piernas.
Llegamos al piso quince y unas cuantas personas más entraron. Dirigí la mano hacia atrás, la metí entre los dos y se la cogí. Él exhaló su aliento cálido contra mi cuello y susurró:
—Sí, joder.
Y entonces le apreté.
—Joder. ¡Perdón! —susurró entre dientes junto a mi oído. Le solté, aparté la mano y sonreí para mí—. Dios, solo estaba jugando un poco contigo.
Piso dieciséis. El resto de la gente salió en una marea; aparentemente iban todos a la misma reunión.
En cuanto se cerraron las puertas y el ascensor empezó a moverse, oí un gruñido detrás de mí y vi un movimiento rápido y repentino a la vez que el señor Alfonso estrellaba la mano contra el botón de parada del panel de control.
Cuando sus ojos me miraron, estaban más oscuros que nunca. Con un movimiento ágil, me bloqueó contra la pared del ascensor con su cuerpo. Se apartó lo justo para dedicarme una mirada furiosa y murmurar:
—No te muevas.
Y aunque quería decirle que me dejara en paz, mi cuerpo me suplicaba que hiciera lo que él me decía.
Estiró el brazo hasta los archivadores que yo había dejado caer, quitó un pósit de la parte superior y lo colocó sobre la lente de la cámara que había en el techo.
Su cara estaba a pocos centímetros de la mía y notaba su respiración casi jadeante contra mi mejilla.
—Yo nunca quise decir que estabas intentando trepar a base de polvos. —Exhaló y se inclinó hacia mi cuello.
Me aparté todo lo que pude y lo miré boquiabierta.
—Y tú no estás pensando «suficiente». Estamos hablando de mi carrera. Tú tienes todo el poder aquí. No tienes nada que perder.
—¿Que yo tengo el poder? Tú eres la que se ha apretado contra mí en el ascensor. Tú eres la que me está haciendo esto.
Sentí que mi expresión bajaba de intensidad. No estaba acostumbrada a verlo vulnerable, ni siquiera un poco.
—Entonces nada de golpes bajos.
Después de una larga pausa, él asintió.