jueves, 29 de mayo de 2014

CAPITULO 10



Cuando volví la esquina para entrar en la nueva sala escogida para la reunión, mis ojos se encontraron inmediatamente con los del señor Alfonso. Sentado en su silla con las manos extendidas y las puntas de los dedos unidas, era el vivo retrato de la paciencia apenas contenida.


 «Qué típico.»


Entonces reparé en la persona que estaba a mi lado: Horacio Alfonso


—Deja que te ayude con eso, Paula —me dijo y cogió un montón de archivadores de mis brazos para que pudiera meter con más facilidad el carrito lleno de la comida en la sala. 


—Gracias, señor Alfonso—Le dediqué una mirada airada a mi jefe.


—Paula—me dijo el patriarca de los Alfonso riendo—¿cuántas veces te he dicho que me llames Horacio? —Cogió un par de carpetas y pasó el resto del montón al otro lado de la mesa para que lo cogieran los ayudantes.


Era tan guapo como sus dos hijos: alto y musculoso; los tres Alfonso compartían las mismas facciones cinceladas. El pelo entrecano de Horacio se había ido volviendo blanco con los años, pero seguía siendo uno de los hombres más atractivos que había visto en mi vida. 

Le sonreí con gratitud mientras me sentaba. 

—¿Qué tal está Ana? 

—Está bien. No deja de insistirme en que vengas a visitarnos algún día —añadió con un guiño. 

No escapó a mi atención la risita irritada del más joven de los Alfonso, que seguía sentado en su sitio cerca de mí. 

—Por favor, salúdela de mi parte. 

Sonaron unos pasos detrás de mí y una mano apareció para darme un tironcito de una oreja.

—Hola, chica —dijo Federico Alfonso dedicándome una amplia sonrisa—. Disculpad que llegue tarde. Pensaba que íbamos a reunirnos en vuestra planta. 

Miré con el rabillo del ojo a mi jefe con aire de suficiencia y me lo encontré mirándome. La pila de carpetas volvió a mis manos y le pasé una copia. 

—Aquí tiene, señor Alfonso. 

Sin más que una breve mirada, agarró rápidamente una y empezó a hojearla. 

«Gilipollas.»


Cuando volvía a mi asiento, Federico me dijo con su escandalosa voz: 

—Oh, Paula, cuando estaba arriba en la sala esperando, me he encontrado esto en el suelo. —Me acerqué adonde estaba él y vi dos botones plateados envejecidos que tenía en la palma de la mano—. ¿Puedes preguntar por ahí a ver si alguien los ha perdido? Parecen caros. 

Sentí que se me ponía la cara como un tomate. Me había olvidado por completo de mi blusa destrozada. 

—Oh... claro. 

—Federico, ¿puedo verlos? —dijo el capullo de mi jefe y los cogió de la mano de su hermano. Se volvió hacia mí con una mueca burlona en la cara—. ¿Usted no tiene una blusa con unos botones como estos? 

Yo lancé una mirada rápida por la habitación; Federico y Horacio estaban absortos en otra conversación, ajenos a lo que estaba pasando entre nosotros.

—No —le dije intentando disimular—. No son mías. 

—¿Está segura? —Me cogió la mano y pasó un dedo por la parte interior de mi brazo hasta mi palma antes de dejar caer los botones en ella y cerrarme la mano. Me quedé sin aliento y el corazón empezó a martillearme en el pecho.


Aparté la mano bruscamente como si acabara de quemarme. 

—Estoy segura. 

—Juraría que la blusa que llevaba el otro día tenía botoncitos plateados. La blusa rosa. Lo recuerdo porque me fijé que tenía uno un poco suelto cuando vino a buscarme al piso de arriba. 

La cara empezó a arderme todavía más si es que eso era posible. Pero ¿a qué estaba jugando? ¿Estaba intentando insinuar que yo había orquestado las cosas para encontrarme con él a solas en la sala de reuniones?

Se acercó un poco más, con su aliento caliente junto a mi oído, y me susurró:
—Debería tener más cuidado.

Intenté mantener la calma mientras alejaba mi mano de la suya.
—Eres un cabrón —le respondí con los dientes apretados. 

Él se apartó y me miró sorprendido.

¿Cómo se atrevía a parecer sorprendido, como si hubiera sido yo la que hubiera roto las reglas? Una cosa era ser un capullo conmigo, pero poner en peligro mi reputación delante de los demás ejecutivos... Iba a poner las cosas en su sitio luego.


Durante la reunión intercambiamos miradas, la mía llena de furia y la suya con una incertidumbre creciente. Estuve estudiando las diapositivas que tenía delante de mí todo lo que pude para evitar mirarlo.

En cuanto acabó la reunión, recogí mis cosas y salí disparada de la sala. Pero, como suponía, él salió detrás de mí y me siguió hasta el ascensor. Entramos y nos quedamos los dos bullendo de furia en el fondo, mientras subíamos hacia el despacho.


¿Por qué demonios no iría más rápido esa maldita cosa y por qué alguien de cada piso decidía utilizarlo justo ahora? 


La gente que nos rodeaba hablaba por los móviles,ordenaba archivos, comentaba planes para la hora de la comida... El ruido creció hasta convertirse en un fuerte zumbido que casi ahogada la bronca que le estaba echando mentalmente al señor Alfonso. Para cuando llegamos al piso once, el ascensor casi había alcanzado su capacidad total. 


Cuando la puerta se abrió y se metieron tres personas más, me vi empujada contra él, con la espalda contra su pecho y mi trasero contra su... ¡oh!


Sentí que el resto de su cuerpo se tensaba un poco y oí que inspiraba con fuerza. 

En vez de apretarme contra él, me mantuve todo lo lejos que pude. Él estiró la mano y me agarró la cadera para acercarme de nuevo. 

—Me gusta notarte contra mí —dijo con un murmullo grave y cálido junto a mi oído—. ¿Dónde...?


—Estoy a dos segundos de castrarte con uno de mis tacones. 

Él se acercó todavía más. 

—¿Por qué estás tan molesta?


Volví la cabeza y le dije casi en un susurro:
—Es muy propio de ti hacerme parecer una arpía trepa delante de tu padre. 

Dejó caer la mano y me miró con la boca abierta. 

—No. —Parpadeo. Parpadeo—. ¿Qué? —El señor Alfonso confuso era increíblemente atractivo. «Cabrón»—. Solo era un juego sin importancia.

—¿Y si te hubieran oído? 

—No me oyeron. 

—Pero podrían haberte oído.

Parecía que de verdad eso no se le había pasado por la cabeza, quizá fuera cierto. 

Resultaba fácil para él «juguetear» desde su posición de poder. Era un ejecutivo adicto al trabajo. Yo era la chica que estaba solo a mitad de su carrera. 

La persona que había a nuestra izquierda nos miró y los dos nos quedamos de pie muy erguidos, mirando hacia delante. 


Yo le di un buen codazo en el costado y él me dio un pellizco en el trasero con la suficiente fuerza para hacerme soltar una exclamación.


—No me voy a disculpar —me dijo en un susurro. 

«Claro que no. Capullo.»


Volvió a apretarse contra mí y sentí cómo crecía y se ponía aún más duro. Noté una calidez traidora creciendo también entre mis piernas. 

Llegamos al piso quince y unas cuantas personas más entraron. Dirigí la mano hacia atrás, la metí entre los dos y se la cogí. Él exhaló su aliento cálido contra mi cuello y susurró:
—Sí, joder. 

Y entonces le apreté. 

—Joder. ¡Perdón! —susurró entre dientes junto a mi oído. Le solté, aparté la mano y sonreí para mí—. Dios, solo estaba jugando un poco contigo. 

Piso dieciséis. El resto de la gente salió en una marea; aparentemente iban todos a la misma reunión.


En cuanto se cerraron las puertas y el ascensor empezó a moverse, oí un gruñido detrás de mí y vi un movimiento rápido y repentino a la vez que el señor Alfonso estrellaba la mano contra el botón de parada del panel de control. 


Cuando sus ojos me miraron, estaban más oscuros que nunca. Con un movimiento ágil, me bloqueó contra la pared del ascensor con su cuerpo. Se apartó lo justo para dedicarme una mirada furiosa y murmurar:
—No te muevas. 

Y aunque quería decirle que me dejara en paz, mi cuerpo me suplicaba que hiciera lo que él me decía. 

Estiró el brazo hasta los archivadores que yo había dejado caer, quitó un pósit de la parte superior y lo colocó sobre la lente de la cámara que había en el techo.

Su cara estaba a pocos centímetros de la mía y notaba su respiración casi jadeante contra mi mejilla. 

—Yo nunca quise decir que estabas intentando trepar a base de polvos. —Exhaló y se inclinó hacia mi cuello. 

Me aparté todo lo que pude y lo miré boquiabierta.


—Y tú no estás pensando «suficiente». Estamos hablando de mi carrera. Tú tienes todo el poder aquí. No tienes nada que perder.

—¿Que yo tengo el poder? Tú eres la que se ha apretado contra mí en el ascensor. Tú eres la que me está haciendo esto. 

Sentí que mi expresión bajaba de intensidad. No estaba acostumbrada a verlo vulnerable, ni siquiera un poco.


—Entonces nada de golpes bajos.

Después de una larga pausa, él asintió.

CAPITULO 9




El lunes por la mañana entré en el edificio hecha un manojo de nervios. Había tomado una decisión: no iba a sacrificar mi trabajo por nuestra falta de buen juicio. 


Quería acabar en ese puesto con una presentación estelar para la junta de la beca y después salir de allí para empezar mi verdadera carrera. Nada de sexo ni de fantasías. Podía trabajar con el señor Alfonso (solo negocios) durante unos meses más.


Como sentía la necesidad de reforzar mi confianza en mí misma, me puse el vestido nuevo que me había traído Julia. Resaltaba mis curvas, pero no era demasiado provocativo. Pero mi arma secreta para aumentar mi confianza era mi ropa interior. Siempre me ha gustado la lencería cara, así que no tardé mucho en descubrir dónde estaban los sitios para cazar las mejores rebajas. Llevar algo sexy debajo de la ropa me hacía sentir poderosa, y las bragas que llevaba me funcionaban a la perfección. Eran de seda negra con bordados por delante, y la parte de atrás tenía una serie de cintas de tul que se cruzaban para encontrarse en el centro, cerca del coxis, formando un exquisito lazo negro. Con cada paso la tela del vestido me acariciaba la piel. Hoy podría soportar cualquier cosa por parte del señor Alfonso y
devolverle todas las pelotas.


Había llegado pronto, con tiempo para prepararme para la presentación. Ese no era estrictamente mi trabajo, pero el señor Alfonso se negaba a tener un ayudante para estas cosas y cuando se le dejaba solo era un desastre a la hora de hacer que las presentaciones fueran agradables: ni café, ni servicio de desayuno, solo una sala llena de gente, diapositivas y documentación prístinos y, como siempre, muchísimo trabajo.


El vestíbulo estaba desierto; el amplio espacio se abría a lo largo de tres plantas y brillaba debido al granito pulido de los suelos y las paredes de travertino. Cuando salí del ascensor y se cerraron las puertas, me di una arenga a mí misma, repasé mentalmente las discusiones que había tenido con el capullo de mi jefe y todos los comentarios insolentes que había hecho sobre mí. 

«Teclee, no escriba nada a mano. Su letra parece la de una niña pequeña, señorita Chaves» 

«Si quisiera disfrutar de toda su conversación con su tutor del máster, dejaría la puerta de mi despacho abierta de par en par y pediría palomitas. Por favor, baje la voz cuando hable por teléfono.»



Podía hacerlo. Ese gilipollas había elegido a la mujer equivocada para complicarle la vida y no tenía ni la más mínima intención de dejar que me intimidara. Bajé la mano hasta mi trasero y sonreí perversa... «Braguitas poderosas.» 

Tal y como esperaba, la oficina todavía estaba vacía cuando llegué. Cogí lo que podía necesitar para la presentación y me dirigí a la sala de reuniones para prepararlo todo. Intenté ignorar la respuesta de perro de Paulov que tuve al ver las ventanas y la brillante mesa de la sala.


«Para, cuerpo. Empieza a funcionar, cerebro.»


Mirando la sala iluminada por el sol, dejé los archivos y el ordenador portátil sobre la enorme mesa y ayudé a los empleados del catering a colocar las cosas para el desayuno junto a la pared del fondo. 

Veinte minutos después las propuestas estaban colocadas, el proyector preparado y el desayuno listo. Como me sobraba tiempo, me acerqué a la ventana. Estiré la mano y toqué el cristal, abrumada por las sensaciones que me hacía recordar: el calor de su cuerpo contra mi espalda, el contacto del cristal frío contra los pechos y el grave y animal sonido de su voz en mi oído. 

«Pídeme que haga que te corras.» 


Cerré los ojos y me acerqué, apretando las palmas y la frente contra la ventana y dejando que la fuerza de los recuerdos se apoderara de mí.


Abandoné sobresaltada mi fantasía al oír un carraspeo detrás de mí.


—¿Soñando despierta en horario de oficina? 

—Señor Alfonso —exclamé casi sin aliento y me volví. 


Nuestras miradas se encontraron y una vez más me sentí abrumada por lo guapo que era. Él rompió el contacto visual para examinar la sala. 

—Señorita Chaves —dijo y cada palabra sonó breve y cortante—, voy a hacer la presentación en la cuarta planta. 

—¿Perdón? —le pregunté mientras la irritación me inundaba—. ¿Por qué? Siempre utilizamos esta sala. ¿Y por qué ha esperado hasta el último minuto para decírmelo?


—Porque —gruñó apoyando los puños en la mesa— soy el jefe. Yo pongo las reglas y decido cuándo y dónde pasan las cosas. Tal vez si no se hubiera entretenido tanto esta mañana mirando por las ventanas, podría haber encontrado el tiempo necesario para confirmar los detalles conmigo.



Mi mente estaba asediada por imágenes imposibles de mi puño golpeándole la garganta. Necesité todo mi autocontrol para no saltar por encima de la mesa y estrangularle. Una sonrisa de suficiencia apareció en su cara. 


—Por mí no hay problema —dije tragándome la rabia—. De todas formas en esta habitación no se ha tomado ninguna buena decisión.