viernes, 6 de junio de 2014

CAPITULO 28



Cuando abrió la puerta y ambos nos encontramos cara a cara con Nina, me quedé helada. 


—¿Qué era exactamente lo que estabais haciendo los dos ahí dentro? —preguntó mientras su mirada pasaba de uno a otro.


Una recapitulación de todo lo que podía haber oído me pasó en un segundo por la cabeza y sentí un calor que se extendía por toda mi piel.


Me atreví a mirar al señor Alfonso justo cuando él hacía lo mismo. Después me volví hacia Nina y negué con la cabeza.

—Nada, teníamos que hablar. Eso es todo. —Intenté fingir, pero sabía que el temblor de mi voz me delataba.


—Oh, he oído algo ahí dentro y no tengo la más mínima duda de que no era hablar —dijo sonriendo burlonamente.

—No seas ridícula, Nina. Estábamos discutiendo un tema de trabajo —dijo él intentando pasar a su lado.


—¿En el baño? —preguntó.


—Sí. Me habéis mandado aquí arriba para que viniera a buscarla y ahí es donde la he encontrado.


Ella se puso delante de él para bloquearle el camino.


—¿Crees que soy tonta? No es ningún secreto que vosotros no «habláis», ¡gritáis! ¿Y ahora? ¿Estáis saliendo?


—¡No! —gritamos los dos a la vez y nuestras miradas se encontraron durante un breve momento antes de apartarlas rápidamente.


—Vale... así que solo estáis follando —dijo y ninguno de los dos fue capaz de encontrar las palabras para responder. La tensión en ese pasillo era tan densa que llegué a considerar brevemente cuánto daño podía provocar un salto desde una ventana del tercer piso—. ¿Cuánto tiempo lleváis así?


—Nina... —empezó él negando con la cabeza y por una vez llegué a sentirme mal por su incomodidad. Nunca le había visto así antes. Era como si en todo ese tiempo no se le hubiera ocurrido que podía haber consecuencias aparte de nuestra propia confusión.


—¿Cuánto tiempo, Pedro? ¿Paula? —dijo mirándonos a los dos.


—Yo... nosotros solo... —empecé, pero ¿qué iba a decir? ¿Solo qué? ¿Cómo podía explicar aquello?—. Nosotros...

—Cometimos un error. Ha sido un error.


Su voz cortó de raíz mis pensamientos y lo miré en shock. 


¿Por qué me molestaba tanto que hubiera dicho eso? Había sido un error, pero oírselo decir... me dolía.


No pude apartar los ojos de él aunque ella empezó a hablar.

—Error o no, tenéis que parar. ¿Y si hubiera sido Ana? Y Pedro, ¡eres su jefe! ¿Es que se te ha olvidado eso? —Suspiró profundamente—. Mirad, vosotros dos sois adultos y no sé lo que está pasando aquí, pero sea lo que sea, que no se entere Horacio. 

Una oleada de náuseas me embargó ante la idea de que Horacio se enterara de aquello y lo decepcionado que iba a estar. No podía soportarlo. 

—Eso no será un problema —dije evitando a propósito la mirada de Pedro—Pretendo aprender de mi error. Disculpadme.


Pasé al lado de ambos y me dirigí a las escaleras, el enfado y el dolor me provocaban un peso muerto en el fondo del estómago. La fuerza de mi ética del trabajo y mi motivación siempre me habían mantenido a flote en los peores momentos de mi vida: las rupturas, la muerte de mi madre, los malos momentos con los amigos. Mi valor como empleada de Alfonso Media Group ahora estaba manchado por mis propias dudas. ¿Le estaba haciendo verme de forma diferente porque me lo estaba tirando? Ahora que parecía haber registrado (por fin) que si los demás se enteraban de lo nuestro podía ser algo malo para él, ¿empezaría a cuestionar mi juicio a nivel global?


Yo era más inteligente que todo aquello. Y ya era hora de que empezara a actuar en consecuencia.


Me recompuse antes de salir afuera y volver a mi asiento junto a Javier.


—¿Va todo bien? —me preguntó. 

Volví la cabeza y me permití mirarlo durante un momento. Realmente era bastante mono: pelo oscuro bien peinado, una cara amable y los ojos azules más bonitos que había visto en mi vida. Tenía todo lo que yo debería estar buscando. 

Levanté la mirada un segundo después cuando el señor Alfonso volvió a la mesa con Nina, pero la aparté rápidamente. 

—Sí, es que no me encuentro muy bien —dije volviéndome otra vez hacia Javier—Creo que voy a tener que retirarme ya.


—Vamos —dijo Javier levantándose para apartarme la silla—. Te acompañaré al coche.


Me despedí sintiendo, incómoda, la palma de Javier en la parte baja de mi espalda mientras salíamos de la casa. Una vez en la entrada, me dedicó una sonrisa tímida y me cogió la mano.


—Ha sido un placer conocerte, Paula. Me gustaría poder llamarte alguna vez y tal vez salir a comer como te he dicho.

—Déjame tu teléfono —le dije.


Una parte de mí se sentía mal por hacer aquello; estar con un hombre en el piso de arriba no hacía ni veinte minutos y ahora darle mi número a otro. Pero ya era hora de dejar atrás aquello y una cita para comer con un chico agradable parecía un buen punto de partida.


Su sonrisa se ensanchó cuando le devolví el teléfono y él me dio su tarjeta. Me cogió la mano y se la llevó a los labios.

—Te llamo el lunes. Con suerte las flores no se habrán marchitado del todo.


—Lo que importa es la intención —le dije sonriendo—. Gracias.


Parecía tan sincero, tan feliz por la simple posibilidad de volver a verme que se me ocurrió que yo debería estar sonriendo como una tonta o sintiendo mariposas en el estómago. Pero la verdad es que tenía ganas de vomitar.

—Debería irme.


Javier asintió y me abrió la puerta del coche.


—Claro. Espero que te mejores. Conduce con cuidado y que tengas buenas noches,Paula. 

—Buenas noches, Javier. 

Cerró la puerta. Encendí el motor y con la mirada fija adelante me alejé de la casa de la familia de mi jefe.

CAPITULO 27



De pie al otro lado de la puerta, con la mano apoyada en el picaporte, luché conmigo mismo. Si entraba ahí, ¿qué iba a ocurrir? Solo había una cosa que me interesaba a mí y sin duda no era disculparme. Pensé en llamar, pero sabía con seguridad que ella no me iba a invitar a entrar. Escuché con atención, esperando algún ruido o señal de movimiento del interior. Nada. Por fin giré el picaporte y me sorprendió encontrarlo abierto.


Había estado en ese baño muy pocas veces desde que mi madre lo remodeló. 


Ahora era una habitación preciosa y moderna, con una encimera de mármol hecha a medida y un amplio espejo que cubría una pared. Encima del tocador había una pequeña ventana por la que se veía el patio y los terrenos que había más abajo. Ella estaba sentada en el banco acolchado, delante del tocador, mirando al cielo. 


—¿Has venido a humillarme? —preguntó. Le quitó la tapa a su pintalabios y se lo fue aplicando con pequeños toques.


—Me han enviado para comprobar que están intactos tus delicados sentimientos. —Me volví para poner el pestillo en la puerta del baño y el chasquido resonó en el silencio de la habitación. 


Ella se rió y su mirada se encontró con la mía en el espejo. 


Se la veía muy serena,pero me fijé en su pecho que subía y bajaba; su respiración estaba tan acelerada como la mía.


—Te aseguro que estoy bien. —Volvió a ponerle la tapa al pintalabios y lo metió en el bolso. Se levantó e intentó pasar a mi lado hacia la puerta—. Estoy acostumbrada a que seas un capullo. Pero Javier parece muy agradable. Debería volver abajo.


Puse la mano en la puerta y me acerqué a su cara. 

—Me parece que no. —Le rocé con los labios un lugar debajo de la oreja y ella se estremeció por el contacto—. ¿Sabes? Él quiere algo que es mío y no puede tenerlo. 

Ella se me quedó mirando fijamente. 

—Pero ¿en qué época te crees que estamos? Déjame salir. Yo no soy tuya. 

—Puede que tú te creas eso —le susurré mientras mis labios bajaban levemente por su cuello—, pero tu cuerpo —dije metiéndole las manos bajo la falda y presionando la mano contra el encaje húmedo que tenía entre las piernas— piensa otra cosa.


Ella cerró los ojos y dejó escapar un gemido bajo cuando mis dedos se movieron haciendo círculos lentos contra su clítoris. 

—Que te jodan. 

—Déjame que te ayude a hacerlo —dije contra su cuello.


Ella dejó escapar una carcajada temblorosa y yo la empujé contra la puerta del baño. Le cogí ambas manos y se las levanté por encima de la cabeza, manteniéndoselas sujetas con las mías, y me incliné para besarla. Sentí que luchaba sin muchas fuerzas contra mi sujeción y negué con la cabeza, apretando más las manos.


—Déjame —repetí apretando mi miembro endurecido contra ella.


—Oh, Dios —dijo con la cabeza ladeada para darme acceso a su cuello—. No podemos hacer esto aquí.


Bajé mis labios por su cuello y por su clavícula hasta el hombro. Le sujeté ambas muñecas con una mano y bajé la mano libre para soltar lentamente una de las cintas que le sujetaban la parte de arriba, besándole la piel que acababa de quedar expuesta. 

Me pasé al otro lado y al repetir la acción me vi recompensado con que la parte de delante de su vestido se deslizó hacia abajo revelando un sujetador sin tirantes de encaje blanco. «Joder.» ¿Tenía alguna pieza de lencería aquella mujer que no me hiciera quedarme a punto de correrme en los pantalones? Bajé la boca hasta sus pechos mientras le desabrochaba el sujetador. No me iba a perder la visión de sus pechos desnudos esta vez. Se abrió con facilidad y el encaje cayó, revelando la imagen que llenaba mis fantasías más obscenas. Cuando me metí un pezón rosado en la boca, ella gimió y sus rodillas cedieron un poco. 

—Chis —susurré contra su piel

—Más —me dijo—. Otra vez. 

La levanté y ella me rodeó la cintura con las piernas, lo que unió más nuestros cuerpos. Le solté las manos y ella inmediatamente me las llevó al pelo y tiró de mí con brusquedad para que me acercara. Joder, me encantaba que hiciera eso. Volví a empujarla contra la puerta pero entonces me di cuenta de que había demasiada ropa por medio; quería sentir el calor de su piel contra la mía, quería enterrarme por completo en ella y mantenerla aplastada contra la pared hasta mucho después de que todos se hubieran ido a dormir.

Ella pareció leerme el pensamiento porque sus dedo bajaron por mis costados y empezaron a sacarme frenéticamente el polo de los pantalones, levantándomelo y quitándomelo por la cabeza.


El sonido de las risas que llegaba del exterior se coló por la ventana abierta y sentí que ella se tensaba contra mí. Pasó un largo momento antes de que su mirada se encontrara con la mía y estaba claro que le costaba decir lo que quería decir. 

—No deberíamos hacer esto —dijo por fin, negando con la cabeza—. Él me está esperando. —Ella intentó con poco entusiasmo apartarme, pero yo no me moví. 

—Pero ¿tú quieres estar con él? —le pregunté sintiendo una oleada de posesión abriéndose en mi interior. Ella me sostuvo la mirada pero no respondió. 

La bajé y la dirigí hacia el tocador, parando solo para colocarme justo detrás de ella. Desde donde estábamos teníamos una visión perfecta del patio de abajo.


Acerqué su espalda desnuda a mi pecho y puse la boca junto a su oreja. 

—¿Lo ves? —le pregunté deslizando las manos por sus pechos—. Mírale. —Bajé las manos por su abdomen, por toda la falda, y hasta sus muslos—. ¿Te hace sentir así?


Mis dedos la rozaron al subir por un muslo y meterse debajo de sus bragas. Un siseo bajo escapó de su boca y yo sentí su humedad y entré en ella.


—¿Conseguiría alguna vez que te mojaras así?


Ella gimió y apretó las caderas contra mí.


—No...


—Dime lo que quieres —susurré contra su hombro.


—Yo... No lo sé.


—Mírate —le dije mientras mis dedos no dejaban de entrar y salir de ella—. Sí sabes lo que quieres.


—Quiero sentirte dentro de mí, ahora. —No hizo falta que me lo pidiera dos veces. Me desabroché los pantalones en un segundo y me los bajé hasta la cadera, apretándome contra su trasero antes de levantarle la falda y agarrarle las bragas con las manos.


—Rómpelas —me susurró.


Antes nunca había podido ser tan salvaje y tan primitivo con nadie, en cambio con ella parecía justo lo que había que hacer. Tiré con fuerza y las sutiles bragas se rasgaron con facilidad. Las lancé al suelo y le pasé las manos por la piel, bajando los dedos por sus brazos hasta sus manos, donde le apreté las palmas contra la mesa que teníamos delante.

En ese momento era una visión absolutamente maravillosa: agachada, con la falda subida hasta las caderas y su trasero perfecto a la vista. Ambos gemimos cuando yo me coloqué y me deslicé en su interior profundamente. Me incliné, le di un beso y volví a decir «chis» contra su espalda.


Más risas nos llegaron del exterior. Javier estaba ahí abajo. Javier, que en el fondo era un buen tío pero que quería apartarla de mí. Ese pensamiento bastó para hacerme empujar aún con más fuerza. 

Sus ruidos estrangulados me hicieron sonreír y la recompensé aumentando el ritmo. Un parte muy retorcida de mí sintió cierta reafirmación al ver a Paula silenciada por lo que le estaba haciendo. 

Soltaba exclamaciones ahogadas y buscaba con los dedos algo a lo que agarrarse mientras tenía mi miembro en su interior, duro, más duro, cada vez que intentaba hacer algún sonido pero no podía.

Le hablé suavemente junto a su oído, y le pregunté si quería que la follara. Le pregunté si le gustaba que le dijera esas guarradas, si le gustaba verme así de sucio, follándola tan fuerte que le iba a dejar cardenales. 

Ella consiguió balbucear un sí y cuando empecé a moverme más rápido y más fuerte, ella me suplicó que le diera más.

Los botes de la mesa estaban tintineando y volcándose por la fuerza de nuestros movimientos, pero a mí no me importaba. La agarré del pelo y tiré para incorporarla y que su espalda quedara contra mi pecho. 

—¿Crees que él puede hacerte sentir así? 

Seguí embistiéndola, obligándola a mirar por la ventana.

Sabía que me estaba poniendo en evidencia. Mi mundo se estaba cayendo a pedazos a mi alrededor. Necesitaba que ella pensara en mí esa noche cuando estuviera en su cama. 


Quería que ella me sintiera cuando cerrara los ojos y se tocara, recordando la forma en que habíamos follado. Mi mano libre subió por su costado hasta sus pechos, cubriéndolos y retorciéndole los pezones.


—No —gimió—. Así nunca. —Bajé de nuevo la mano por el costado y se la coloqué detrás de la rodilla para subírsela hasta la mesa, lo que la abrió aún más a mí y me permitió entrar más profundamente en ella.


—¿Has visto lo bien que me envuelves? —gruñí contra su cuello—. Te siento tan bien... Cuando bajes, quiero que recuerdes esto. Recuerda lo que me haces.


La sensación se estaba volviendo abrumadora y sabía que cada vez estaba más cerca. Estaba más que desesperado. 


La necesitaba como una droga y ese sentimiento consumía todos mis pensamientos. Le cogí la mano, entrelacé nuestros dedos y las bajé por su cuerpo hasta su clítoris, ambas manos acariciando y provocando. Gemí por la sensación que tuve al entrar y salir de ella con tanta facilidad.


—¿Sientes eso? —le susurré al oído, abriendo los dedos para que quedaran uno a cada lado de mí.


Ella volvió la cabeza y gimió contra la piel de mi cuello. No era suficiente, necesitaba mantenerla en silencio. Aparté la mano de su pelo, le tapé la boca concuidado y le di un beso sobre la piel enrojecida de la mejilla. Ella dejó escapar un grito amortiguado, posiblemente mi nombre, cuando su cuerpo se tensó y después se apretó a mi alrededor.


Cuando ella cerró los ojos y sus labios se relajaron por fin en un suspiro satisfecho, empecé a buscar lo que yo necesitaba: cada vez más rápido, mirando nuestro reflejo en el espejo para poder ver cómo mis últimas embestidas hacían que se movieran sus pechos.


El clímax empezó a desgarrarme. Ella dejó caer la mano de mi pelo para taparme la boca a mí ahora y yo cerré los ojos y dejé que la ola me embargara. Unas embestidas finales más profundas y fuertes y me derramé dentro de ella.


Abrí los ojos y le di un beso en la palma antes de apartarla de mi boca y apoyé la frente contra su hombro. Las voces que llegaban desde abajo, ajenas a todo, seguían llegándonos. Ella se apoyó contra mí y se quedó allí en silencio unos momentos.


Lentamente empezó a apartarse y yo fruncí el ceño por la pérdida del contacto. 

Miré cómo se colocaba de nuevo la falda, recuperaba el sujetador e intentaba volver a atar los lazos del vestido. Yo bajé la mano para subirme los pantalones, recogí el encaje desgarrado de sus bragas y me lo metí en el bolsillo. Ella seguía peleándose con el vestido y yo me acerqué, le aparté las manos y le até de nuevo los lazos evitando su mirada.

De repente la habitación era demasiado pequeña y ambos nos miramos en un  silencio incómodo. Cogí el picaporte, deseando decir algo para arreglarlo, cualquier cosa. ¿Cómo podía pedirle que follara conmigo y solo conmigo y esperar que no cambiara nada más? Incluso yo sabía que pedirle eso era ganarme una buena patada en los huevos. Pero las palabras sobre lo que sentía al verla con Javier no habían cristalizado aún. Tenía la mente en blanco. Frustrado, abrí la puerta. Y los dos nos quedamos de piedra al ver lo que había ante nosotros.


Allí, de pie ante la puerta, con los brazos cruzados y las cejas elevadas por la sorpresa, estaba Nina.