La decisión estaba tomada y una vez más enrollé su corbata alrededor de mi mano y le empujé hacia el asiento de atrás.
Cuando la puerta se cerró tras él, no perdió el tiempo; se lanzó hacia el cierre de la parte delantera de mi vestido.
Gemí al sentir que separaba la tela y me pasaba las manos por la piel desnuda. Me empujó hacia atrás para que me tumbara sobre la fresca piel y, poniéndose de rodillas entre mis piernas, me colocó la palma entre los pechos y la fue bajando lentamente por mi abdomen hasta el liguero de encaje. Sus dedos siguieron las delicadas cintas hasta el borde de mis medias y volvieron a subir para entretenerse en seguir todo el contorno de mis bragas. Los músculos de mi abdomen se tensaban con cada uno de sus movimientos y yo intentaba desesperadamente controlar mi respiración.
Rozando con la punta de los dedos los lacitos blancos, levantó la vista y me dijo:
—La suerte no tiene nada que ver con esto.
Tiré de él, agarrándole por la camisa, y le metí la lengua en la boca, gimiendo cuando su palma se apretó contra mí.
Nuestros labios se pusieron a buscar; nuestros besos se hicieron más largos y más profundos, ganando en urgencia con cada centímetro de piel que se iba descubriendo. Le saqué la camisa de los pantalones y exploré la piel lisa de sus costillas, la clara definición de los músculos de su cadera y la suave línea de vello que salía de su ombligo y me animaba a ir más abajo.
Como quería provocarlo de la forma que me estaba provocando él a mí, seguí su cinturón con mis dedos hasta la silueta dura que tenía debajo de los pantalones.
Él gimió dentro de mi boca.
—No sabes lo que me estás haciendo.
—Dímelo —le susurré. Estaba utilizando sus mismas palabras contra él y saber que se acababan de cambiar las tornas por el momento me excitaba—. Dímelo y te daré lo que quieres.
Él gimió y se mordió el labio, con la frente apoyada contra la mía, para después estremecerse.
—Quiero que me folles tú a mí.
Le temblaban las manos mientras me cogía las bragas nuevas y cerraba el puño y,aunque fuera una locura, estaba deseando que me las rompiera. La pura pasión entre nosotros era diferente a cualquier cosa que hubiera experimentado; no quería que se reprimiera. Sin una palabra me las arrancó y el dolor de la tela al dejar mi piel se sumó al placer.
Empujé hacia delante con la pierna para echarlo hacia atrás y apartarlo de mí. Me senté, lo tiré sobre el asiento trasero y me puse a horcajadas en su regazo. Le abrí la camisa de un tirón, lo que envió botones despedidos por todo el asiento.
Yo ya estaba perdida para todo el mundo excepto para él y para aquello: la sensación del aire contra mi piel, los sonidos irregulares de nuestras respiraciones, el calor de su beso y la idea de lo que estaba por venir. Frenéticamente le solté el cinturón y los pantalones y con su ayuda conseguí bajárselo por las piernas. La punta de su miembro me rozó y yo cerré los ojos y bajé lentamente sobre él, deslizándolo poco a poco en mi interior.
—Oh, Dios —gemí, la sensación de él dentro de mí solo hizo que el efecto agridulce se intensificara.
Levanté las caderas y empecé a cabalgar sobre él, sintiendo cada movimiento más intenso que el anterior. El dolor que me estaban produciendo sus dedos ásperos en las caderas avivaba mi lujuria. Tenía los ojos cerrados y amortiguaba sus gemidos enterrando la cabeza en mi pecho. Movió los labios por encima de mi sujetador de encaje y me bajó una de las copas para cogerme el pezón endurecido entre los dientes.
Le agarré el pelo con fuerza, lo que le provocó un gemido y su boca se abrió alrededor de mi piel.
—Muérdeme —le susurré.
Y él lo hizo, con fuerza, lo que me hizo gritar y tirarle más fuerte del pelo.
Mi cuerpo estaba en armonía con el suyo, reaccionaba a todas sus miradas, sus sonidos y sus contactos. Y ambos odiábamos y a la vez adorábamos cómo me hacía sentir. Yo nunca había sido una de esas mujeres que pierden fácilmente el control, pero cuando me tocaba así, yo estaba encantada de dejarme llevar.
—¿Te gusta sentir mis dientes? —me preguntó con la respiración entrecortada e irregular—. ¿Fantaseas con otros sitios en los que te puedo morder?
Me apoyé en su pecho para incorporarme y lo miré.
—No sabes cuándo debes cerrar la boca, ¿verdad?
Él me levantó y me tiró bruscamente sobre el asiento.
Separándome las piernas,volvió a entrar en mi interior. Mi coche era demasiado pequeño para eso, pero no había nada que pudiera detenernos. Incluso con las piernas dobladas de una forma extraña debajo de él y con los brazos por encima de la cabeza para evitar que chocara con la puerta, aquello era demasiado.
Él se puso de rodillas y adoptó una posición más cómoda, me cogió una pierna y se la colocó sobre un hombro, lo que hizo que entrara más profundamente en mí.
—Oh, Dios, sí.
—¿Sí? —Me levantó la otra pierna para apoyarla sobre el otro hombro. Extendió el brazo y agarró el marco de la puerta para guardar el equilibrio y hacer las embestidas más profundas—. ¿Así es como te gusta?
El cambio de ángulo me hizo dar un respingo cuando las sensaciones más deliciosas se extendieron por todo mi cuerpo.
—No. —Apoyé las manos contra la puerta y levanté las caderas del asiento para ir al encuentro de cada movimiento de la suya—. Me gusta más fuerte.
—Joder —murmuró y volvió la cabeza un poco para que su boca abierta me fuera dejando besos húmedos por toda la pierna.
Nuestros cuerpos ya brillaban por el sudor, las ventanas estaban empañadas y nuestro gemidos llenaban el espacio en silencio del coche. La penumbra que producían las luces del aparcamiento resaltaba todas las hendiduras, que parecían esculpidas, y todos los músculos del hermoso cuerpo que tenía encima de mí. Lo miré embelesada, tenso por el esfuerzo y el pelo alborotado y pegado a su frente
húmeda, los tendones de su cuello estirados como cuerdas.
Dejó caer la cabeza entre sus brazos estirados, cerró los ojos con fuerza y negó.
—Oh, Dios —jadeó—. Es que... no puedo parar.
Yo me arqueé para estar más cerca, con la necesidad de encontrar una forma de sentirlo más profunda, más completamente en mi interior. Nunca había tenido unas ganas tan intensas de consumir otro cuerpo como las que tenía cuando él estaba dentro de mí, pero incluso entonces, parecía que nunca podía estar lo bastante cerca de las partes de él que quería sentir. Y justo con ese pensamiento en mi mente, la deliciosa tensión en espiral que sentía en mi piel y en el vientre cristalizó para convertirse en una dolor tan profundo que bajé las piernas de sus hombros a la vez que tiraba de él para colocar todo su peso sobre mí mientras suplicaba: «Por favor, por favor, por favor», una y otra vez.
Estaba cerca, tan cerca.
Mis caderas empezaron a dibujar círculos y las suyas respondieron con fuerza y constancia, desatados tanto él, que estaba encima, como yo, que estaba debajo.
—Estoy tan cerca, joder, por favor.
—Lo que quieras —gimió él en respuesta, antes de inclinarse para morderme el labio y proseguir—. Quédate con lo que quieras.
Yo chillé al correrme, con las uñas hundidas en su espalda y el sabor de su sudor en mis labios.
Él soltó un juramento con la voz profunda y ronca y con una última embestida muy potente se tensó sobre mí.
Exhausto y temblando, se dejó caer con la cara contra mi cuello. No pude resistir la necesidad de pasarle las manos temblorosas por el pelo húmedo mientras estaba ahí tumbado, jadeando, con el corazón acelerado contra mi pecho. Tenía un millón de pensamientos cruzando por mi mente mientras pasaban los minutos.
Lentamente nuestras respiraciones se fueron calmando y estuve a punto de creer que se había dormido cuando apartó la cabeza.
Mi cuerpo cubierto de sudor sintió inmediatamente el frío cuando él empezó a vestirse. Lo observé durante un momento antes de incorporarme y ponerme el vestido, luchando con fuertes sentimientos encontrados. Además de algo que me satisfacía físicamente, el sexo con él era lo más divertido que había hecho en mucho tiempo.
Pero es que era tan estúpido...
—Asumo por lo que ha pasado que vas a ignorar la cuenta que te he abierto. Y me doy cuenta de que esto no puede volver a pasar —dijo, apartándome de mis propios pensamientos. Me volví para mirarlo. Se estaba poniendo la camisa rota con la mirada fija en algún punto delante de él.
Pasaron unos segundos antes de que se volviera a mirarme.
—Di algo para que sepa que me has oído.
—Dígale a Ana que iré a cenar, señor Alfonso. Y sal inmediatamente de mi puto coche.