domingo, 15 de junio de 2014

CAPITULO 48




El tema del congreso ese año era «La siguiente generación de estrategias de marketing» y, como forma de introducir a la nueva generación, los organizadores habían programado una sesión de presentación para todos los alumnos del máster de Paula.


La mayoría de los alumnos de su programa de estudios estaban allí, de pie, muy erguidos y nerviosos al lado de sus paneles explicativos. De hecho, hacer una presentación en ese congreso era un requisito imprescindible de las prácticas del máster de Paula, pero ella había pedido que hicieran una excepción en su caso dado el tamaño y la naturaleza confidencial de la cuenta Papadakis, su proyecto principal. 


Ningún otro alumno estaba gestionando una cuenta de un millón de dólares.


La junta de la beca se había mostrado encantada de hacer la excepción e incluso estuvieron a punto de babear ante la expectativa de poder poner la historia de éxito de Paula en el folleto del programa una vez que se completara su diseño, se firmara y se divulgara públicamente.


Pero aunque ella no tenía que hacer una presentación, insistió en recorrer todos los pasillos y examinar todos los paneles. Teniendo en cuenta que aparentemente yo no podía apartarme más de un metro de ella y que no tenía ninguna reunión hasta las diez, la seguí todo el tiempo, contando los paneles (576) y mirándole el trasero(respingón, divertido para darle unos azotes y ahora mismo envuelto en lana negra). 

Ella había mencionado en el ascensor que su mejor amiga, Julia, le había proporcionado la mayoría de ese armario que yo amaba y odiaba a la vez. La selección de esa mañana, una falda lápiz ajustada y una blusa de color azul oscuro, ahora también estaba en mi lista. Intenté convencer a Paula un par de veces de que teníamos que volver a la habitación a buscar algo, pero ella solo enarcó una ceja y me preguntó:
—¿A buscar algo o en busca de «algo»?


La ignoré, pero ahora deseaba haber admitido que necesitaba otro asalto antes de empezar con el congreso. 


Me pregunté si habría accedido. 

—¿Habrías vuelto a la habitación conmigo? —le pregunté al oído mientras ella leía atentamente el panel de un alumno sobre una idea para el proceso de renovación de marca de una pequeña compañía de teléfonos móviles. Los gráficos estaban pegados con celo al panel, por Dios.


—Chis.

Paula, no vas a aprender nada de esta presentación. Vamos a tomarnos un café y tal vez también hacerme una mamada en el baño. 

—Tu padre me dijo una vez que era imposible predecir de dónde iban a venir las mejores ideas y que leyera todo lo que encontrara. Además, son mis compañeros del máster. 

Esperé, jugueteando con un gemelo, pero ella aparentemente no iba a hablar de la última parte de lo que yo había dicho. 

—Mi padre no tiene ni idea de lo que habla. 

Ella se rió muy apropiadamente. Papá había estado en lo más alto de todas las listas de los veinticinco mejores consejeros delegados prácticamente desde que nació.


—No tienes que chupármela. Puedo follarte contra la pared —le susurré carraspeando y mirando alrededor para asegurarme de que nadie estaba lo bastante cerca para oírme—. O podría tumbarte en el suelo, abrirte de piernas y hacer que te corras con la lengua.


Ella se estremeció, le sonrió al alumno que había cerca de la siguiente presentación y se acercó para leerla. El hombre extendió la mano hacia mí. 

—Discúlpeme, ¿es usted Pedro Alfonso? 

Asentí, distraído, mientras le estrechaba la mano y vi que Paula se alejaba un poco.


El pasillo estaba prácticamente desierto excepto por los alumnos que había cerca de los paneles. E incluso ellos habían empezado acercarse a zonas más interesantes,donde las empresas más grandes —patrocinadoras del congreso principalmente— habían montado expositores brillantes y llenos de marcas comerciales con la intención de animar un poco la sesión inaugural del congreso dedicada a los alumnos. Paula se inclinó y escribió algo en su cuaderno: «¿Renovación de marca para Jenkins Financial?».


Le miré la mano y después la cara, concentrada con una expresión pensativa. La cuenta de Jenkins Financial no era una de las suyas. Ni siquiera era una que llevara yo. Era una cuenta pequeña, ocasionalmente gestionada por algún ejecutivo junior algo lerdo. ¿De verdad sabía cuánto costaba gestionar una enorme campaña de marketing como la que teníamos? 

Antes de que pudiera preguntarle, ella se volvió y pasó a la siguiente presentación y yo me quedé embelesado viendo a Paula trabajar. Nunca me había permitido observarla tan abiertamente; la vigilancia subrepticia que había llevado a cabo hasta el momento solo me había revelado que era brillante y decidida, pero nunca me había dado cuenta de la amplitud de su conocimiento de la empresa.


Quería felicitarla de alguna forma, pero las palabras se confundieron en mi cabeza y un extraño sentimiento defensivo apareció en mi pecho, como si alabarla a ella rompiera de alguna forma la estrategia.


—Tu caligrafía ha mejorado. 

Ella me sonrió pulsando el botón del extremo del bolígrafo. 

—Que te den.


Una erección se me despertó en los pantalones. 

—Estás haciéndome perder el tiempo aquí.

—Entonces ¿por qué no vas a saludar a unos cuantos ejecutivos en la sala de recepciones? Están desayunando allí. Y tienen esas pequeñas magdalenas de chocolate que finges que no te gustan. 

—Porque no me apetece comer precisamente eso.


Una sonrisita apareció en sus labios. Ella me miró a la cara cuando otra alumna se me presentó.


—He seguido su carrera desde que puedo recordar —dijo la mujer casi sin aliento —. Lo oí hablar aquí el año pasado. 

Sonreí y le estreché la mano todo lo brevemente que pude, lo justo para no parecer maleducado.


—Gracias por saludarme. 

Llegamos al final del pasillo y le agarré el codo a Paula.

—Todavía falta una hora para mi reunión. ¿Eres consciente de lo que me estás haciendo?


Por fin me miró. Tenía las pupilas tan dilatadas que parecía que tenía los ojos negros y se humedeció los labios antes de hacer un mohín decadente.


—Supongo que tendrás que llevarme arriba para demostrármelo.

CAPITULO 47



Solo necesité un segundo para localizar su habitación; era justo la siguiente puerta. Genial. Ahora podría imaginármelo en una cama justo a otro lado de la pared donde estaba la mía. Sus maletas estaban allí y yo hice una breve pausa al darme cuenta de que iba a tener que rebuscar entre sus cosas. 


Levanté la maleta más grande y la coloqué sobre la cama para abrirla. Su olor me provocó una fuerte oleada de deseo. 


Empecé a buscar entre la ropa muy bien colocada.


Todo en él era tan ordenado y organizado que me hizo preguntarme cómo sería su casa. No lo había pensado mucho, pero de repente me pregunté si algún día la vería,si llegaría a ver su cama. 


Me di cuenta de que quería. ¿Querría él que fuera allí?



Me di cuenta de que me estaba entreteniendo y seguí buscando entre su ropa hasta que por fin localicé un traje de color carbón de Helmut Lang, una camisa blanca, una corbata negra de seda, bóxer, calcetines y zapatos. 


Volví a colocar todo donde estaba, cogí la ropa y me dirigí a mi habitación. 


Cuando salí del pasillo, no pude reprimir una risa nerviosa ante lo absurdo de la situación. Por suerte, logré recomponerme cuando llegué a mi puerta. Di dos pasos en el interior antes de quedarme helada.


Estaba de pie delante de la ventana abierta, rodeado de la luz del sol. Cada una de las atractivas líneas de su cuerpo cincelado se veía acentuada con todos sus perfectos detalles por las sombras que se proyectaban en su cuerpo. Tenía una toalla colgada en un lugar indecentemente bajo de la cadera y allí, asomando justo por encima de la toalla, estaba el tatuaje.

—¿Has visto algo que te gusta? 

Volví, a regañadientes, a mirarle a la cara. 

—Yo...


Mi mirada bajó a su cadera como atraída por un imán. 

—Te he preguntado si has visto algo que te gusta. —Cruzó la habitación y se detuvo justo delante de mí.


—Te he oído —dije mirándolo fijamente—. Y no, solo estaba perdida en mis pensamientos.


—¿Y en qué estabas pensando exactamente? —Él estiró la mano y me colocó un mechón de pelo húmedo tras la oreja. 


Ese simple contacto hizo que me diera un vuelco el estómago. 

—Que tenemos una agenda que cumplir.


Él dio un paso para acercarse.


—¿Y por qué no te creo?


—¿Porque te lo tienes demasiado creído? —le sugerí mirándolo a los ojos. 

Él enarcó una ceja y me miró durante un momento antes de cogerme la ropa de las manos y colocarla sobre la cama. 


Antes de que pudiera moverme, él se quitó la toalla de la cadera y la tiró a un lado. «Santa madre de Dios.» Si había un espécimen de hombre más atractivo sobre la tierra, yo pagaría un buen dinero por verlo. 

Cogió sus calzoncillos y empezó a ponérselos antes de detenerse para mirarme.


—¿No acabas de decir que tenemos un agenda que cumplir? —me preguntó mirándome divertido—. A menos claro, que hayas visto algo que te gusta.


«Hijo de...»


Entorné los ojos y me giré rápidamente para volver al baño a acabar de arreglarme. Mientras me secaba el pelo no pude superar la incómoda sensación de que me estaba intentando decir algo más importante que: «Mírame el cuerpo desnudo un rato más».


Antes incluso de poder desentrañar mis propias emociones, ya estaba intentando adivinar las suyas. ¿Me preocupaba que quisiera irse o quedarse?


Cuando acabé, él ya estaba vestido y esperando, mirando por la enorme ventana.


Se volvió, caminó hacia mí y me puso las cálidas manos en la cara, mirándome con intensidad.


—Necesito que me escuches.


Tragué saliva.


—Vale.


—No quiero salir por esa puerta y perder lo que hemos encontrado en esta habitación. 

Sus palabras me estremecieron. No se estaba declarando, no me estaba prometiendo nada, pero había dicho exactamente lo que necesitaba oír. Quizá ninguno de los dos supiera qué estaba pasando, pero no lo íbamos a dejar inacabado. 

Exhalé temblorosa y le puse las manos en el pecho. 

—Ni yo, pero tampoco quiero que tú carrera se trague la mía.


—Yo tampoco quiero eso. 

Asentí pese a que esas palabras enmarañaban aún más mis sentimientos. Fui incapaz de encontrar algo que añadir.


—Está bien —dijo mirándome de arriba abajo—. Vámonos entonces.

CAPITULO 46




Abrí los ojos y vi el sudor en la frente y los labios abiertos mientras me miraba la boca. Los músculos de los hombros se destacaban cada vez que se movía y su torso brillaba con una fina capa de sudor. Lo observé mientras entraba y salía de mí. No estoy segura de lo que dije cuando casi salió del todo y después entro con más fuerza, pero lo dije en voz baja; era algo sucio y lo olvidé instantáneamente cuando me embistió de nuevo.


—Tú me haces sentir arrogante. Es la forma en que reaccionas ante mí lo que me hace sentir como un puto dios. ¿Cómo puedes no darte cuenta de eso? 


No respondí pero él claramente no esperaba que lo hiciera porque su mirada y los dedos de una de sus manos bajaban por mi cuello y por mis pechos. Encontró un lugar particularmente sensible y yo solté una exclamación ahogada.


—Parece que alguien te ha mordido aquí —dijo pasando el pulgar por la marca de sus dientes—. ¿Te ha gustado?


Tragué y empujé contra él. 

—Sí. 

—Chica pervertida.

Le pasé las manos por los hombros y por el pecho, después los abdominales y los músculos de las caderas y rocé una y otra vez con el pulgar su tatuaje. 

—También me gusta esto.

Sus movimientos se hicieron irregulares y forzados.


—Oh, joder, Paula... No puedo... No puedo aguantar más. —Oír su voz tan desesperada y fuera de control solo intensificó mi necesidad de él.


Cerré los ojos y me centré en la deliciosa sensación que empezaba a extenderse por mi cuerpo. Estaba tan cerca, justo al borde. Metí la mano entre los dos y mis dedos encontraron el clítoris y empecé a frotármelo lentamente. 

Él inclinó la cabeza, miró mi mano y exclamó:
—Oh, joder. —Su voz sonaba desesperada y su respiración ya no era más que una sucesión de jadeos profundos—. Tócate así, justo así. Deja que te vea. —Sus palabras eran todo lo que necesitaba y con un último contacto de los dedos, sentí que el orgasmo me embargaba.


El orgasmo fue intenso. Me apreté contra él y las uñas de mi mano libre se clavaron en su espalda. Él gritó y su cuerpo se estremeció cuando se corrió en mi interior. Todo mi cuerpo se sacudió con las consecuencias del orgasmo y me recorrieron unos leves temblores cuando fue desapareciendo. Me aferré a él, que se quedó quieto y su cuerpo se hundió contra el mío. Me besó el hombro y el cuello antes de darme un beso en los labios. Nuestros ojos se encontraron brevemente y después se apartó de mí.


—Dios, mujer —dijo con un profundo suspiro y forzando una risa—. Me vas a matar. 

Ambos rodamos para ponernos de costado al unísono, con las cabezas en nuestras almohadas. Cuando nuestras miradas se encontraron yo no fui capaz de apartarla. Ya había perdido cualquier esperanza que hubiera tenido de que la vez siguiente fuera menos intensa o de que nuestra conexión se fuera de alguna forma fundiendo si conseguíamos sacar todo aquello de nuestros sistemas. 


Esa noche de «tregua» no iba a atenuar nada. Yo ya quería acercarme, besarle la mandíbula sin afeitar y volver a tirar de él hacia mí. Mientras le miraba me quedó claro que cuando esto acabara iba a doler una barbaridad.


El miedo atenazó mi corazón y el pánico de la noche anterior volvió, trayendo consigo un silencio incómodo. Me senté y me tapé con las sábanas hasta la barbilla. 

—Oh, mierda.


Su mano salió y me agarró por el brazo.

—Paula, no puedo... 

—Probablemente deberíamos ir preparándonos —le interrumpí antes de que acabara esa frase. Podía ser el principio de mil formas de romperme el corazón—Tenemos que asistir a una presentación dentro de veinte minutos. 

Él pareció confuso durante un momento antes de hablar.


—La ropa que tengo aquí no está seca. Y ni siquiera sé dónde está mi habitación. 

Intenté no ruborizarme al recordar lo rápido que había pasado todo la noche anterior. 

—Vale. Me llevaré tu llave y te traeré algo. 

Me duché rápido y me envolví en una gruesa toalla deseando haber tenido el buen juicio de traer uno de los albornoces del hotel al baño conmigo. Inspiré hondo, abrí la puerta y salí. 

Él estaba sentado en la cama y levantó la vista para mirarme cuando entré en la habitación.


—Es que necesito... —Empecé a decir señalando mi maleta. 


Él asintió pero no hizo ademán de hablar. Nunca había tenido vergüenza de mi cuerpo. Pero estar allí de pie, sin nada más que una toalla, sabiendo que él me estaba mirando, me hizo sentir inusualmente tímida.


Cogí unas cuantas cosas y eché a correr al pasar a su lado, sin pararme hasta que estuve de nuevo en la seguridad del baño. Me vestí más rápido de lo que creía posible y decidí que me iba a recoger el pelo y ya terminaría con el resto después.


Cogí las tarjetas-llave de la encimera y volví al dormitorio. 

Él no se había movido. Sentado en el borde de la cama con los codos apoyados en los muslos, parecía perdido en sus pensamientos. ¿En qué estaría pensando? Toda la mañana yo había sido un manojo de nervios, con mis emociones pasando de un extremo a otro sin parar, pero él parecía tan tranquilo. Tan seguro. Pero ¿de qué estaba seguro? ¿Qué había decidido? 

—¿Quieres que te traiga algo en concreto? 

Cuando levantó la mirada, pareció algo sorprendido, como si no lo hubiera pensado.


—Eh... Solo tengo unas pocas reuniones esta tarde, ¿no? 


—Yo asentí—. Cualquier cosa que me traigas estará bien.