jueves, 5 de junio de 2014

CAPITULO 26




Según fue avanzando la noche, no pude evitar estar pendiente de ella por el rabillo del ojo. Cuando la cena por fin empezó, era evidente que las cosas entre ella y Javier  iban muy bien. Incluso flirteaba con él. 


—Paula, el señor y la señora Alfonso me han contado que eres de Dakota del Norte.—La voz de Javier interrumpió otra fantasía, esta vez de mi puño golpeando su mandíbula. Levanté la vista para ver cómo le sonreía cálidamente.


—Así es. Mi padre es dentista en Bismarck. Nunca he sido una chica de ciudad.Hasta Fargo me parecía demasiado grande. —Se me escapó una risita y su mirada se dirigió directamente hacia mí—. ¿Le divierte, señor Alfonso? 


Reí entre dientes mientras le daba un sorbo a mi bebida, mirándola por encima del borde del vaso. 

—Lo siento, señorita Chaves. Es que me resulta fascinante que no le gusten las ciudades grandes, pero que haya escogido la tercera ciudad más importante de Estados Unidos para ir a la universidad y... todo lo que ha venido después.


La expresión de sus ojos me dijo que, en otras circunstancias, yo ya estaría desnudo y encima de ella o tumbado en el suelo sobre un charco de mi propia sangre. 

—La verdad, señor Alfonso —dijo con la sonrisa volviendo a su cara—, es que mi padre volvió a casarse y como mi madre nació aquí, vine a pasar un tiempo con ella hasta que murió. 

Me miró fijamente durante un momento y tengo que admitir que sentí una punzada de culpa en el pecho. Pero desapareció en cuanto volvió a mirar a Javier y se mordió el labio de esa forma tan inocente que solo ella podía hacer parecer tan sexy. 

«Deja de flirtear con él.»


Cerré los puños mientras los dos seguían hablando. Pero varios minutos después me quedé helado. 


«¿Podía ser?» 



Sí, eso sin duda era su pie subiendo por la pernera de mi pantalón. Menuda pícara diabólica estaba hecha, tocándome a mí mientras mantenía una conversación con un hombre que ambos sabíamos que no podría satisfacerla. 


Observé sus labios que se cerraban alrededor del tenedor y se me puso dura cuando se pasó la lengua lentamente por los labios para eliminar los restos de salsa marinera que le había dejado el pescado.


—Vaya, del mejor cinco por ciento de tu clase en Northwestern. ¡Qué bien! —dijo Javier y después me miró—. Seguro que estás contento de tener a alguien tan increíble trabajando para ti, ¿no?


Paula tosió levemente, trayendo la servilleta que tenía en el regazo para cubrirse la boca. Yo sonreí y la miré a ella y después a Javier. 

—Sí, es increíble tener a la señorita Chaves a mis órdenes. Ella siempre consigue acabar todo el trabajo.


—Oh,Pedro. Qué amable por tu parte —exclamó mi madre y yo vi cómo la cara de la señorita Chaves empezaba a enrojecer. Mi sonrisa desapareció cuando sentí su pie encima de mi entrepierna. Entonces presionó muy levemente contra mi erección.


«Madre de Dios.» 

Ahora me tocó toser a mí, a punto de atragantarme con mi cóctel.


—¿Está bien, señor Alfonso? —me preguntó con fingida preocupación y yo asentí mirándola fijamente como si quisiera matarla. Ella se encogió de hombros y volvió a Javier—. ¿Y tú? ¿Eres de Chicago? 

Continuó frotando suavemente contra mí el dedo del pie y yo intenté mantener el control de mi respiración y mi expresión neutral. Cuando Javier empezó a contarle cosas sobre su infancia y la época en que fue al colegio con nosotros, para acabar hablándole de su negocio de contabilidad que iba viento en popa, vi que su expresión
cambiaba de una de fingido interés a una de genuina intriga. 

«Mierda, no.»


Metí la mano izquierda debajo del mantel y encontré la piel de su tobillo. La vi sobresaltarse un poco por mi contacto. 


Empecé a mover los dedos en leves círculos,le pasé el pulgar por el arco del pie y me sentí satisfecho cuando la oí pedirle a Javier que le repitiera lo que acababa de decir.


Pero entonces él dijo que le gustaría quedar con ella algún día de esa semana para comer. Mi mano pasó a cubrirle la parte superior del pie y a apretarlo con más fuerza contra mi erección

Ella sonrió burlona.


—Podrás prescindir de ella durante la comida ¿no, Pedro? —me preguntó Javier con una sonrisa alegre y el brazo descansando sobre el respaldo de la silla de Paula. 

Necesité todo mi autocontrol para no saltar por encima de la mesa y arrancárselo. 

—Oh, hablando de citas para comer, Pedro —interrumpió Nina tocándome el brazo con la mano—. ¿Te acuerdas de mi amiga Melisa? La conociste el mes pasado en nuestra casa. Veintitantos, de mi altura, pelo rubio, ojos azules. Bueno, me ha pedido tu número. ¿Te interesa? 

Miré a Paula cuando sentí los tendones de su pie tensarse y la vi tragar lentamente mientras esperaba mi respuesta.


—Claro. Ya sabes que prefiero las rubias. Puede ser un cambio agradable. 

Tuve que contenerme para no chillar cuando bajó el talón y me apretó los testículos contra la silla. Los mantuvo allí durante un segundo, levantó la servilleta y se limpió la boca.

—Disculpadme, tengo que ir al servicio.


Cuando ella entró en la casa, toda mi familia me miró con el ceño fruncido.


—Pedro—dijo mi padre con los dientes apretados—. Creía que ya habíamos hablado de esto.


Cogí mi copa y me la llevé a los labios.


—No sé a qué te refieres.


—Pedro—añadió mi madre—, creo que deberías ir a pedirle disculpas.


—¿Por qué? —pregunté dejando mi copa sobre la mesa con demasiada fuerza.


—¡Pepe! —exclamó mi padre levantando la voz, lo que no dejaba posibilidad alguna de discusión.


Tiré la servilleta sobre mi plato y me aparté de la mesa. 


Crucé la casa como una flecha buscándola en los baños de las dos primeras plantas, hasta que al llegar a la tercera vi que la puerta del baño estaba cerrada.

CAPITULO 25





Fui al baño un momento y justo entonces llegó Javier, con una botella de vino y unas cuantas variaciones de sus efusivos saludos: «¡Oh, estás fantástica!» para mamá, «¿Cómo está la niña?» para Nina, y una recia combinación de apretón de manos y abrazo para Federico y papá.


Yo me quedé algo separado de los demás en el vestíbulo, preparándome mentalmente para la noche que me esperaba. 


Habíamos sido muy amigos de Javier mientras crecíamos y en el instituto, pero no le había visto desde que volví a casa. 


No había cambiado mucho. Era un poco más bajo que yo, con una constitución delgada, pelo muy negro y ojos azules. 


Supongo que algunas mujeres lo considerarían atractivo.


—¡Pedro! —Apretón de manos, abrazo masculino—. Dios, tío. ¿Cuánto tiempo ha pasado?


—Mucho, Javier. Creo que desde justo después del instituto —le respondí estrechándole la mano con fuerza—. ¿Qué tal estás?


—Genial. A mí me han ido las cosas muy bien. ¿Y a ti? He visto fotos tuyas en revistas, así que supongo que a ti también te ha ido bastante bien. —Me dio unas palmaditas en el hombro amistosamente. 

«Qué idiota.»


Yo asentí y le devolví una sonrisa forzada. Decidí que necesitaba unos minutos más para pensar, me disculpé y subí arriba, a lo que había sido mi antigua habitación.


Nada más cruzar la puerta me sentí más tranquilo. La habitación había cambiado poco desde que yo tenía dieciocho. Incluso cuando estaba en el extranjero, mis padres la mantuvieron prácticamente igual que cuando me fui a la universidad. Me senté en mi antigua cama y pensé en cómo me sentiría si la señorita Chaves tuviera algo que ver con Javier. Realmente era un tío majo, y aunque odiaba admitirlo, había una posibilidad real de que congeniaran. 


Pero solo pensar en otro hombre tocándola hacía que todos los músculos de mi cuerpo se pusieran en tensión. 


Volví mentalmente al momento en el coche en el que le había dicho a ella que no podía parar. Incluso ahora, a pesar de todas mis bravuconerías falsas, seguía sin saber si podía hacerlo.


Oí que volvían los saludos y la voz de Javier en el piso de abajo y decidí que era hora de ser un hombre y enfrentarme a lo que estuviera por venir.


Cuando llegué al último rellano la vi. Me daba la espalda, pero me quedé sin aire en los pulmones.


Llevaba un vestido blanco.


¿Por qué tenía que ser blanco? 

Era una especie de vestidito de verano muy de niña, que le llegaba justo por encima de la rodilla y dejaba a la vista sus largas piernas. La parte de arriba era de la misma tela y tenía lacitos que se ataban encima de los hombros. No podía pensar en otra cosa que en cuánto me gustaría soltar esos lacitos y ver la prenda caerle hasta la cintura. O tal vez hasta el suelo.


Nuestras miradas se encontraron desde diferentes extremos de la habitación y ella sonrió con una sonrisa tan genuina y feliz que durante un segundo incluso me la creí.


—Hola, señor Alfonso.


Mis labios se elevaron un poco al verla hacer su papel delante de mi familia.


—Señorita Chaves—respondí con un gesto de la cabeza. 


Nuestras miradas no se separaron ni cuando mi madre llamó a todo el mundo para que saliera al patio a tomar algo antes de cenar. 

Cuando pasó a mi lado, hablé en un tono tan bajo que solo ella pudo oír.


—¿Una buena tarde de compras ayer? 

Sus ojos se encontraron con los míos con esa sonrisa angelical en la cara. 

—Eso te gustaría a ti saber. —Me rozó al pasar y sentí que todo mi cuerpo se tensaba—. Por cierto, ha llegado una nueva línea de ligueros —me susurró antes de seguir a los demás al exterior.


Me quedé parado y la boca se me abrió a la vez que mi mente volvía acelerada a nuestro escarceo en el probador de La Perla.


Un poco más adelante, Javier se acercó a ella.


—Espero que no te importara que te mandara flores ayer a la oficina. Admito que tal vez es un poco excesivo, pero estaba deseando conocerte. 

Sentí que se me hacía un nudo en el estómago cuando las palabras de Javier me sacaron de mi ensoñación lujuriosa.


Ella se volvió hacia mí.


—¿Flores? ¿Me llevaron flores?


Yo me encogí de hombros y negué con la cabeza.


—Me fui pronto, ¿se acuerda?