Ella se quedó mirándome durante varios dolorosos minutos, claramente luchando consigo misma. Y entonces, con un suave sonido de súplica, levantó los brazos y me atrajo hacia a ella, poniéndose de puntillas para acercarse tanto como fuera posible.
Mis labios eran duros e implacables pero ella no se apartó, apretando sus curvas contra mí. Yo estaba perdido para todo excepto para ella. Nos dimos un golpe con la pared, con la encimera, con la puerta de la ducha, retorciéndonos y tirando el uno del otro en nuestra desesperación. La habitación estaba totalmente llena de vapor para entonces y nada parecía real. Podía olerla, saborearla y sentirla, pero nada de eso parecía suficiente.
Nuestros besos se hicieron más profundos, nuestras caricias más salvajes. Le agarré el trasero, los muslos, subí las manos hasta sus pechos y los acaricié, necesitando notar todas y cada una de las partes de su cuerpo en mis palmas simultáneamente. Ella me empujó contra la pared y repentinamente una calidez cayó por mi hombro y por mi pecho, sacándome de mi ensoñación. Habíamos entrado en la ducha con la ropa todavía puesta. Nos estábamos empapando.
Pero no nos importó.
Sus manos me recorrían el cuerpo frenéticamente, tirando de la camisa para sacármela de los pantalones. Con las manos temblorosas me la desabrochó, arrancándome algunos botones por las prisas, antes de bajarme la tela mojada por los hombros y tirarla fuera de la ducha.
La seda húmeda de su vestido se le pegaba al cuerpo, acentuando cada curva. Le rocé la tela sobre los pechos y noté los pezones tensos debajo. Ella gimió y puso su mano sobre la mía guiando mis movimientos.
—Dime lo que quieres. —Mi voz sonaba ronca por la necesidad—. Dime qué quieres que te haga.
—No lo sé —susurró contra mi boca—. Solo quiero ver cómo te vas deshaciendo.
Quería decirle que ya podía ver eso ahora y, para ser totalmente sincero, llevaba viéndolo durante semanas, pero me faltaron las palabras al bajarle las manos por los costados y meterlas bajo el vestido. Nos estuvimos provocando con la boca el uno al otro y el sonido de la ducha ahogó nuestros gemidos. Metí las manos dentro de sus bragas y sentí el calor contra mis dedos.
Como necesitaba ver más de ella, saqué los dedos y los llevé al dobladillo de su vestido. Con un solo movimiento se lo levanté y se lo saqué por la cabeza. Me quedé helado al ver lo que había debajo. «Dios Santo.» Estaba intentado matarme.
Di un paso atrás y me apoyé contra la pared de la ducha.
Ella estaba delante de mí, calada hasta los huesos, con unas bragas de encaje blanco que se ataban a ambos lados de su cadera con un lazo de seda. Tenía los pezones duros y se veían bajo el sujetador a juego y no pude evitar estirar la mano para tocarlos.
—Joder, eres tan hermosa —dije pasándole las yemas de los dedos por los pechos tensos. Un estremecimiento visible la recorrió y mi mano subió por su cuerpo, por encima de su clavícula, por el cuello y hasta su mandíbula.
Podíamos follar justo allí, húmedos y resbaladizos contra los azulejos y tal vez lo hiciéramos más adelante, pero ahora mismo quería tomarme mi tiempo. Mi corazón se aceleró al pensar que teníamos toda la noche por delante. Nada de apresurarse ni de esconderse. Nada de peleas amargas ni de culpas.
Teníamos toda la noche para estar solos y me iba a pasar toda la noche con ella... en una cama.
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