miércoles, 18 de junio de 2014

CAPITULO 54



Bajé al salón del congreso durante unas cuantas horas para que pudiera dormir un poco más. Él opuso mucha resistencia, pero me di cuenta de que incluso medio polo de lima hacía que se sintiera mareado y adquiriera un tono de verde similar al del helado. Además, en este congreso en concreto, él no podía dar diez pasos sin que alguien le parara, le alabara o le diera un discurso. Ni aunque hubiera estado sano habría conseguido llegar a ver nada que mereciera la pena el tiempo que le iba a dedicar de todas formas.


Cuando volví a la habitación estaba despatarrado en el sofá en una postura muy poco atractiva, sin camisa y con la mano metida por la parte delantera de los bóxer. 

Había algo muy cotidiano en la forma en que estaba sentado, aburrido y viendo la televisión. Agradecí recordar que ese hombre era, en algunos aspectos, solo un hombre. 
Nada más que una persona que iba buscándose la vida por el planeta sin pasar cada segundo del día poniéndolo patas arriba.

Y en alguna parte de esa epifanía en que Pedro no era más que Pedro, estaba enterrada una salvaje necesidad de que hubiera una oportunidad de que se estuviera convirtiendo en «mi nada más que Pedro» y durante un segundo deseé eso más de lo que creía haber deseado nada nunca.


Una mujer con un pelo esplendorosamente brillante agitó la cabeza y nos sonrió desde la pantalla del televisor. Me dejé caer en el sofá a su lado.


—¿Qué estás viendo?


—Un anuncio de champú —me respondió sacándose la mano de los calzoncillos para acercármela. Comencé a decir algo sobre microbios, pero me callé cuando empezó a masajearme los dedos—. Pero están poniendo Clerks.


—Es una de mis películas favoritas —le dije. 

—Lo sé. Hablabas de ella el día que te conocí.


—La verdad es que la cita era de Clerks II —aclaré y después me detuve—. Un momento, ¿te acuerdas de eso? 

—Claro que me acuerdo. Sonabas como un universitario grosero pero con la pinta de una modelo. ¿Qué hombre podría olvidar eso?


—Habría dado cualquier cosa por saber qué pensaste en aquel momento. 

—Estaba pensando: «Oh, una becaria muy follable a las doce en punto. Descanse, soldado. Repito: ¡descanse!». 

Me reí y me apoyé contra su hombro. 

—Dios, el momento en que nos conocimos fue terrible.


Él no dijo nada pero no dejó de pasarme el pulgar por los dedos, presionando primero y acariciando después. Nunca me habían dado un masaje en las manos antes e incluso aunque él intentara convertirlo en una sesión de sexo oral, sería capaz de rechazarla para que siguiera haciendo lo que estaba haciendo.


«Bueno, eso es una gran mentira. Yo querría esa boca entre mis piernas cualquier día del...»


—¿Cómo quieres que sea, Paula? —me preguntó sacándome de mi debate interno.


—¿Qué? 

—Cuando volvamos a Chicago. 

Lo miré sin comprender, pero el pulso se me aceleró y envió la sangre en potentes oleadas por mis venas.


—Nosotros —aclaró con una paciencia forzada—. Tú y yo. Paula y Pedro. Hombre y arpía. Me doy cuenta de que esto no es fácil para ti.


—Bueno, estoy bastante segura de que no tengo ganas de pelear todo el tiempo. — Le di un golpe de broma en el hombro—. Aunque de alguna extraña manera me gusta esa parte.

Pedro se rió, pero no pareció un sonido totalmente feliz.


—Hay mucho espacio fuera de «no pelear todo el tiempo». ¿Dónde quieres estar?


«Juntos. Tu novia. Alguien que ve el interior de tu casa y que se queda allí a veces.» Fui a responder, pero las palabras se evaporaron en mi garganta.


—Supongo que depende de si es realista pensar que podemos ser «algo»

Él dejó caer la mano y se rascó la cara. La película volvió y los dos entramos en lo que a mí me pareció el silencio más extraño de la historia. 

Finalmente me cogió la mano otra vez y me dio un beso en la palma.


—Vale, cariño. Me las arreglaré con eso de no pelear todo el tiempo.


Me quedé mirando los dedos con los que envolvía los míos. 


Después de lo que me pareció una eternidad, conseguí decir:
—Lo siento. Es que todo esto es un poco nuevo.


—Para mí también —me recordó.


Volvimos a quedarnos en silencio de nuevo mientras seguíamos viendo la película, riéndonos en los mismos puntos y cambiando de postura lentamente hasta que estuve prácticamente tumbada encima de él. Por el rabillo del ojo miraba de vez en cuando el reloj de la pared y calculaba mentalmente las horas que nos quedaban en San Diego.Catorce.


Catorce horas de esta realidad perfecta en la que podía tenerlo siempre que quisiera y todo aquello no era secreto, ni sucio, ni teníamos que utilizar la ira como elemento preparatorio. 

—¿Cuál es tu película favorita? —me preguntó girándome hasta quedar encima de mí. Tenía la piel caliente y yo quería quitarle lo que llevaba puesto, pero a la vez no
quería que se moviera ni un centímetro ni un segundo.


—Me gustan las comedias —empecé a decir—. Está Clerks, pero también, Tommy Boy, Zombies Party, Arma letal, El juego de la sospecha, cosas así. Pero tengo que decir que mi película favorita de siempre probablemente sea La ventana indiscreta.


—¿Por James Stewart o por Grace Kelly? —me preguntó agachándose para besarme el cuello creándome una estela de fuego.


—Por ambos, pero seguramente más por Grace Kelly.


—Ya veo. Tienes varios hábitos muy Grace Kelly. —Subió la mano y me apartó un mechón de pelo que se me había salido de la coleta—. He oído que Grace Kelly también tenía una boca muy sucia —añadió.


—Te encanta que tenga la boca tan sucia.

—Cierto. Pero me gusta más cuando la tienes llena —dijo con una sonrisa elocuente en la boca.


—¿Sabes? Si lograras callarte alguna vez serías totalmente perfecto. 

—Sería un rompedor de bragas silencioso, lo que me parece que es algo más escalofriante que un jefe furioso y con tendencia a romper bragas.


Empecé a reír debajo de él y él me hizo cosquillas por las costillas.


—Pero sé que te encanta que lo haga —dijo con voz ronca. 

—¿Pedro? —le dije intentando parecer despreocupada—. ¿Qué haces con ellas?

Él me dedicó una mirada oscura y provocativa. 

—Las guardo en un lugar seguro.

—¿Puedo verlas? 

—No. 

—¿Por qué? —le pregunté entornando los ojos.

—Porque intentarías recuperarlas.


—¿Y por qué iba a querer recuperarlas? Están todas rotas. 

Él sonrió pero no respondió.


—¿Por qué lo haces de todas formas? 

Me estudió durante un momento, obviamente pensando en la respuesta. 

Finalmente se incorporó sobre un codo y acercó la cara a solo un par de centímetros de la mía.


—Por la misma razón por la que a ti te gusta.


Y con esas palabras, se puso de pie y tiró de mí para que le acompañara al dormitorio.

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