El lunes por la mañana entré en el edificio hecha un manojo de nervios. Había tomado una decisión: no iba a sacrificar mi trabajo por nuestra falta de buen juicio.
Quería acabar en ese puesto con una presentación estelar para la junta de la beca y después salir de allí para empezar mi verdadera carrera. Nada de sexo ni de fantasías. Podía trabajar con el señor Alfonso (solo negocios) durante unos meses más.
Como sentía la necesidad de reforzar mi confianza en mí misma, me puse el vestido nuevo que me había traído Julia. Resaltaba mis curvas, pero no era demasiado provocativo. Pero mi arma secreta para aumentar mi confianza era mi ropa interior. Siempre me ha gustado la lencería cara, así que no tardé mucho en descubrir dónde estaban los sitios para cazar las mejores rebajas. Llevar algo sexy debajo de la ropa me hacía sentir poderosa, y las bragas que llevaba me funcionaban a la perfección. Eran de seda negra con bordados por delante, y la parte de atrás tenía una serie de cintas de tul que se cruzaban para encontrarse en el centro, cerca del coxis, formando un exquisito lazo negro. Con cada paso la tela del vestido me acariciaba la piel. Hoy podría soportar cualquier cosa por parte del señor Alfonso y
devolverle todas las pelotas.
Había llegado pronto, con tiempo para prepararme para la presentación. Ese no era estrictamente mi trabajo, pero el señor Alfonso se negaba a tener un ayudante para estas cosas y cuando se le dejaba solo era un desastre a la hora de hacer que las presentaciones fueran agradables: ni café, ni servicio de desayuno, solo una sala llena de gente, diapositivas y documentación prístinos y, como siempre, muchísimo trabajo.
El vestíbulo estaba desierto; el amplio espacio se abría a lo largo de tres plantas y brillaba debido al granito pulido de los suelos y las paredes de travertino. Cuando salí del ascensor y se cerraron las puertas, me di una arenga a mí misma, repasé mentalmente las discusiones que había tenido con el capullo de mi jefe y todos los comentarios insolentes que había hecho sobre mí.
«Teclee, no escriba nada a mano. Su letra parece la de una niña pequeña, señorita Chaves»
«Si quisiera disfrutar de toda su conversación con su tutor del máster, dejaría la puerta de mi despacho abierta de par en par y pediría palomitas. Por favor, baje la voz cuando hable por teléfono.»
Podía hacerlo. Ese gilipollas había elegido a la mujer equivocada para complicarle la vida y no tenía ni la más mínima intención de dejar que me intimidara. Bajé la mano hasta mi trasero y sonreí perversa... «Braguitas poderosas.»
Tal y como esperaba, la oficina todavía estaba vacía cuando llegué. Cogí lo que podía necesitar para la presentación y me dirigí a la sala de reuniones para prepararlo todo. Intenté ignorar la respuesta de perro de Paulov que tuve al ver las ventanas y la brillante mesa de la sala.
«Para, cuerpo. Empieza a funcionar, cerebro.»
Mirando la sala iluminada por el sol, dejé los archivos y el ordenador portátil sobre la enorme mesa y ayudé a los empleados del catering a colocar las cosas para el desayuno junto a la pared del fondo.
Veinte minutos después las propuestas estaban colocadas, el proyector preparado y el desayuno listo. Como me sobraba tiempo, me acerqué a la ventana. Estiré la mano y toqué el cristal, abrumada por las sensaciones que me hacía recordar: el calor de su cuerpo contra mi espalda, el contacto del cristal frío contra los pechos y el grave y animal sonido de su voz en mi oído.
«Pídeme que haga que te corras.»
Cerré los ojos y me acerqué, apretando las palmas y la frente contra la ventana y dejando que la fuerza de los recuerdos se apoderara de mí.
Abandoné sobresaltada mi fantasía al oír un carraspeo detrás de mí.
—¿Soñando despierta en horario de oficina?
—Señor Alfonso —exclamé casi sin aliento y me volví.
Nuestras miradas se encontraron y una vez más me sentí abrumada por lo guapo que era. Él rompió el contacto visual para examinar la sala.
—Señorita Chaves —dijo y cada palabra sonó breve y cortante—, voy a hacer la presentación en la cuarta planta.
—¿Perdón? —le pregunté mientras la irritación me inundaba—. ¿Por qué? Siempre utilizamos esta sala. ¿Y por qué ha esperado hasta el último minuto para decírmelo?
—Porque —gruñó apoyando los puños en la mesa— soy el jefe. Yo pongo las reglas y decido cuándo y dónde pasan las cosas. Tal vez si no se hubiera entretenido tanto esta mañana mirando por las ventanas, podría haber encontrado el tiempo necesario para confirmar los detalles conmigo.
Mi mente estaba asediada por imágenes imposibles de mi puño golpeándole la garganta. Necesité todo mi autocontrol para no saltar por encima de la mesa y estrangularle. Una sonrisa de suficiencia apareció en su cara.
—Por mí no hay problema —dije tragándome la rabia—. De todas formas en esta habitación no se ha tomado ninguna buena decisión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario